Algunas razones para empezar a hacer política (y dejar de lloriquear)


Una vez más, leo en las redes la bronca indisimulable con todos los que no están embanderados del lado políticamente correcto de la grieta. Ahí van Lousteau y Andy Kusnetzoff, Pergolini y Rozitchner (Alejandro), Ingrid Beck y Vernaci, Carrió y Graciela Ocaña, Stolbizer y Jesús Rodriguez, Lanata y Majul, y sigue la lista.
Todos juntos y en bolsa, acusados de progresistas, con una rabia incontinente y biliosa, como si fueran lo mismo: gente dotada de cierta inteligencia pero abandonada a los placeres de una comodidad mediática o política y con alguna pereza o falta de rigor intelectual que le hicieron preferir la ancha avenida del medio imaginada por Massa; gente ganada por el confort al costo de una renuncia que no se permiten aquellos que podrían disfrutarlo también, pero en cambio se ven a sí mismos como estoicos guardianes del deber cívico, la templanza militante y una vergüenza moral que no les permitiría descansar tranquilos mientras el país se va a la mierda.
Muy bien: se entienden muchos resentimientos. Hay algunos que andan por ahí prendidos a cuanto micrófono circule que irritan por su –¿cómo diríamos?– liviandad o falta de consistencia al interpretar, o al interpelar, o al elaborar un juicio crítico.
También resulta enervante la falta de pergaminos para la opinión autorizada. Dan su parecer tanto un cráneo como un adoquín de cuarta y, al mejor estilo de Intratables, hay que escucharlos a todos en el mismo registro. A vista y paciencia de un técnico especializado y altamente calificado puede apostrofar tupido, por poner un caso, un relator de fútbol que ni siquiera distingue si la pelota entró o no en el arco. Cosas así. La verdad es que eso también le calienta los cascos a cualquiera.

La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser

Pero en verdad, lo que parece es que nunca se termina de sangrar por la herida. Todavía persisten el dolor y el desconcierto de haber perdido, y se cae en actitudes por un lado irracionales y por otro infantiles.
La peor rémora que trajo el desalojo del poder a muchos de los que apoyaron los doce años de gobiernos kirchneristas es cierto mesianismo lavado, una dosis diluida de vanguardia iluminada que desacredita a sus ojos a todos aquellos que no se atienen al proyecto con el mismo fervor y severidad que ellos. Hay un sentimiento de traición generalizada que a veces linda con la paranoia.
Hablo del ciudadano de a pie, no el dirigente que mira desde adentro, con otros parámetros y cálculos. El tipo común, que finalmente resulta funcional a quienes buscan polarizar los términos políticos porque les garpa.
El trauma de la derrota es real, el duelo necesario, pero es preciso salir de él y empezar a elaborar respuestas adecuadas a la situación. No sólo no sirve de nada seguir sempiternamente vituperando a quienes opinan con matices: también se siguen elevando paredes de aislamiento y autoexilio cuando es urgente derrumbarlas.
Hay que dejar el lloriqueo de que se está rodeado de boludos y traidores. Hay que apartar la iracundia con que se mira la felicidad, la indiferencia o la anomia de los que andan por ahí sin parecer conscientes del desastre. Hay que empezar a concebirlo todo en términos políticos, parar la pelota y pensar diferente.

Tres consideraciones simples que pueden ayudar

Lo primero debería ser no rifar el término progresismo, que según pasan los años luce más y más valioso, aún con las limitaciones y timideces que en otro tiempo lo hicieron objeto de desdén. Hoy, que nadie sabe bien qué es, progresismo es la expresión más transversal para unir voluntades dispersas; es el paraguas bajo el cual juntarse sin mayores conflictos.
En segundo lugar, no hay ninguna ventaja en empujar hacia el campo adversario a quienes no parecen del todo decididos a ello. No se ve ninguna conveniencia en meter en la misma bolsa a Ingrid Beck y a Lanata; si una no cae del todo simpática y el otro repugna, debería distinguirse una diferencia de grado entre ambos. No es lo mismo quien se permite, errado o no, un pensamiento sin compromiso partidario que un amanuense a sueldo a quien le pagan por dar forma de mensaje a intereses corporativos y mafiosos. No se puede decir que es lo mismo Lousteau que Carrió, por más que compartan un espacio político. Los matices son importantes y es necesario tenerlos en cuenta, a riesgo de caer en caracterizaciones como las de cierta izquierda radical, para quienes todos los que no sean ellos mismos son iguales.
Cada vez que se tenga la tentación de incurrir en estas valoraciones, habría que traer a la memoria, como ejercicio correctivo, que muchos de los que piensan así votaron a Scioli para presidente en 2015. No veo que desde ese punto de vista Scioli sea una opción superadora de Lousteau, y sin embargo fue votado disciplinadamente, sin ningún asco, a lo sumo con algún reparo o una moderada objeción de conciencia. Acaso toda disidencia quedaba oscurecida tras la fantasía de que Scioli al menos sería controlado por la presión que ejercería su base de sustentación política. Pero eso, queda dicho, no pasaba de una fantasía; y el hecho de que estuviera adentro, y no afuera, como Lousteau, era lo que lo hacía preferible: no sus cualidades, su capacidad o su encuadramiento ideológico.
La cosa se agrava cuando se considera que Lousteau, en algún momento, también estuvo adentro. Lo cual no debería ser conflictivo, ya que si está Scioli, por qué no Lousteau, u Ocaña. Lo más perturbador es llevar el razonamiento hasta el final: si estaban, ¿por qué se fueron? Ese goteo que comenzó con Alberto Fernández, siguió con Massa y luego con toda la ristra de dirigentes que fue permeando hacia otros espacios es lo que debería analizarse para sacar conclusiones.
Se dirá entonces que la radicalización del modelo centrifugó a los dirigentes renuentes a enfrentarse con el poder… etc. etc. La noticia es que el modelo no se radicalizó tanto si continuó conteniendo en su seno a dirigentes como Scioli. Más bien fue el desgaste del poder, sumado a incontables errores tanto en la comunicación (hacia afuera y hacia adentro del gobierno) como en el ejercicio práctico de la política, los que posibilitaron la sangría y los sucesivos reveses hasta el fracaso final. Y eso lleva al punto siguiente.
En tercer lugar, entonces, se debería evitar la subestimación del que no piensa igual. Ya se creyó que Macri, Larreta y los demás, por cabezas de termo y por elitistas, nunca conseguirían la mayoría. Sin embargo, lo hicieron; fueron arrebatando distrito a distrito mientras se dormía el sueño de la columna vertebral del movimiento y todas esas macanas. No hay peor negocio que subestimar al otro. Si Kusnetzoff o Vernaci no se pusieron cien por ciento la camiseta no es necesariamente porque sean blandengues, panqueques, monguis o superficiales. Hay que bajarse de la tarima de la verdad revelada. La verdad revelada, en todo caso, no es el problema; el problema es la tarima. Eliminando la tarima, la verdad revelada se vuelve lectura crítica de la situación.

Volver al llano

Otro beneficio adicional de eliminar la tarima es considerar al otro como a un igual al que hay que convencer, y para eso primero hay que escucharlo. Pero hacerlo desde un lugar sincero, con una auténtica voluntad de construcción, no teniendo a mano todo el tiempo el recurso de la desacreditación, el estigma, la rosca y el meloneo.
No se puede hacer política desparramando a diestra y siniestra motes de traidores y pusilánimes, como en una arenga de San Martín antes de cruzar los Andes. Es necesario sumar para llegar al poder, y esa construcción requiere extrema humildad, intercambio de figuritas, medición constante de las condiciones de presión y temperatura de la sociedad, y una discusión honesta.
De nada sirve perfeccionar el modelo si a cambio se pierde masa crítica de votantes. Es viajar por los aires en un globo que se desinfla y se desinfla y va bajando. Ya no funciona seguir echando lastre por la borda: es el momento de sacrificar algo valorable pero más útil ahora como combustible, para llenar la manga de aire caliente y ganar altura. Resignar algunas expectativas tácticas no significa entregar el futuro: el partido dura noventa minutos, no ayuda caer en la desesperación por un gol en contra promediando el primer tiempo.
Lo más valioso de bajar del poder debería ser tomar distancia de la gestión llevada a cabo y ejecutar algo así como un autojuicio de residencia. Es imperativo cobrar conciencia de que este período ya es del adversario, y que si no se reacciona rápido en construcción amplia desde un plano de igualdad, se va camino a que también lo sea el próximo.
Ya dice el dicho que sobre la leche derramada lo más improductivo es llorar.


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