Lula desencadenado: desesperar jamais
Hace apenas seis meses atrás, a
propósito del despojo del que fueron víctima Dilma Rousseff y las clases
postergadas de Brasil, un brasilero de mis afectos me hablaba acerca de la
falta de respuesta popular masiva para enfrentar y frenar el fraude que supuso
su destitución.
Sus argumentos referían a una
pasividad del pueblo llano inherente a la historia del país, sin luchas
independentistas, sin peleas por derechos, sin guerras de liberación. El pueblo
siempre había sido ajeno a las decisiones que se tomaban en los cenáculos de
poder. La esclavitud recién había sido abolida formalmente en los umbrales del
siglo XX, y el régimen de servidumbre se había mantenido hasta el presente en
vastas regiones –y de hecho era un elemento organizador de peso en la sociedad
brasilera, en donde el servicio doméstico no sólo es barato: también las
relaciones de prestación personal cumplen un rol estructurante y jerarquizador entre
las clases sociales.
(Paréntesis: prefiero brasilero, que es como se los nombró
toda la vida en nuestro país, hasta que en algún momento del siglo XX comenzó a
imponerse brasileño, con las razones
pacatas a las que nos acostumbró la Real Academia de la Lengua y otros
glosadores de la insipidez, que necesitan justificar de alguna manera el sueldo.)
A ojos vista, todo parecía
derivarse de una especie de defecto congénito del pueblo brasilero, que llevaba
la sumisión en su ADN. Finalmente, siguiendo con sus razones, al menos aquí a
Macri se lo había elegido; en cambio Temer y sus secuaces, pese a sus manchas
en la moral, la honestidad, el decoro y los valores democráticos, se habían
enseñoreado sin escándalo, sanción ni (mucho menos) escarmiento.
Nuestra charla, por tanto, discurría
entre la rabia y el abatimiento de él, y la duda y la suspicacia mías. Hace mucho
que le asigno un valor creciente al acervo de los pueblos, a sus bienes
culturales, al capital simbólico acumulado a lo largo de los años, que se
traduce en un modus vivendi y un modus operandi. Pero al mismo tiempo desconfío
de los reduccionismos de todo tipo y factor. Y el pueblo de Brasil tuvo sus
luchas, sus momentos límite. Sus agonías, pero también sus epifanías. Algo no
cerraba del todo.
La felicidad es un revólver ardiente
En el ínterin, aquí en Argentina
pasaron algunas cositas. Ya habíamos tenido muestras de sobra con la prisión
arbitraria de Milagro Sala, con quien se puede estar de acuerdo o en desacuerdo
sin perjuicio de admitir que el proceso en su contra es una paparrucha, que los
acusadores son impresentables y que la calidad institucional de los poderes
provinciales huele igual que una cloaca. Además de lo de Jujuy, había sucedido lo
de Maldonado y lo de Nahuel, las bravuconadas de Bullrich vestida de guerra y
el amago del dos por uno a los genocidas. Todo esto, limitándose al universo de
las fuerzas oscuras de la represión de ayer y de hoy, para no hablar de la
política social y económica.
Pero llegó diciembre y las
represiones descaradas y salvajes a las marchas contra la reforma previsional. Las
prisiones preventivas ridículas e infundadas a diestra y siniestra para políticos
de la oposición. El reforzamiento en todos los órdenes del aparato represivo. El
reconocimiento a Chocobar y al protocolo de tirar a matar primero y preguntar después. Se
hizo evidente que otros nubarrones iban espesando el horizonte.
Ahora el panorama recrudece en
la escala regional con la detención de Lula por medio de un proceso cuyos
fundamentos lindan con lo ridículo. Y entonces sí parece iniciarse una reacción
en Brasil. Las multitudes comienzan a movilizarse. Quizá tanta quietud no era una
condena de la raza.
Es que andando el tiempo
comienzan a percibirse otros actores y otras intenciones. La ofensiva
subcontinental presenta, con toda claridad en Brasil y Argentina, un interés
por la recuperación de áreas vitales y recursos. Temer está aprovechando la impasse de su gobierno para rifar a
diestra y siniestra las reservas de presal y tentar la privatización de
Petrobras.
Cuando en 2010 Brasil descubrió
los impresionantes yacimientos adyacentes a su litoral atlántico, la noticia
era para alegrarse, pero también para preocuparse. La felicidad es un revólver
ardiente; y en este caso, literalmente. El petróleo en abundancia suele
convertirse en una maldición para el país que lo posee y que pretende
usufructuarlo en beneficio propio. Si no, que lo digan Venezuela, Siria, Irán, Irak,
Libia. O Afganistan, sin mucho petróleo pero con la desgracia de quedar en la
ruta de un oleoducto que representa un negocio multimillonario y el
fortalecimiento del área de influencia norteamericana.
La vuelta de Drácula
En líneas generales, los poderes
fácticos van ajustando cuentas a nivel global. En los ’80, en el primer impulso
de la revolución conservadora, Reagan y Thatcher cabalgaban juntos en relativa
soledad lidiando con el oso soviético, mientras en Europa se turnaban gobiernos
de diferente signo. Ahora, en cambio, con Trump al frente de la escuadra, la
alternancia parece haber quedado atrás y en casi toda Europa Occidental se consolidan
gobiernos abiertamente de derecha, al igual que en Polonia, Ucrania, Turquía, Israel,
Australia, Japón… Un momento dorado para apretar los tornillos en América
Latina, que se había descarriado a principios del siglo XXI mientras Estados
Unidos estaba recomponiéndose del shock de las Torres Gemelas para luego invertir
el resto del decenio en devastar Irak.
Hay que ver que los tipos no
sólo tienen medios; también tienen método. Fueron asegurando todos los
eslabones a través del perfeccionamiento de las herramientas del poder
financiero, los medios de comunicación integrados y las redes informáticas. El lawfare es la criatura resultante, que
viene siendo altamente efectiva para disciplinar al patio de atrás; o sea, estos
shithole countries, según la gráfica
expresión que habría acuñado Trump.
Pero el arsenal no sólo se completa
con el movimiento de pinzas de aparato judicial y aparato mediático
convencional. Previamente se consolidó la información con la integración horizontal
de prensa escrita, radiofonía y televisión. Y luego vertical, con el alineamiento
de los holdings informativos a nivel internacional.
La estrategia se reforzó con la
industria editorial. Se financian miles de libros y publicaciones de manera
cotidiana, en los registros más diversos, para seguir machacando las mismas
ideas regresivas desde todos los ángulos. Ninguna disciplina queda fuera:
economía política, marketing, autoayuda, análisis político, historia, inclusive
ficción.
Y ya que hablamos de ficción, el
cine viene siendo desde siempre un ariete cultural-ideológico. Ahora la ficción
televisiva también lo es. La emisión por tv a nivel continental de El comandante, un envío seriado sobre la
trayectoria de Hugo Chávez, se complementa con el reciente lanzamiento de El mecanismo por Netflix, esta vez
dedicada a ensuciar todo lo que puede a Dilma Rousseff y a Lula da Silva.
Netflix, como plataforma OTT,
refiere al nuevo mundo del entretenimiento digital, en el que se integran las
redes sociales. Allí también el pensamiento de derecha luce un manejo experto,
lo cual no puede extrañar ya que, finalmente, ¿quiénes son los dueños de
Google, Microsoft, Facebook, Twitter o Instagram? ¿Y quién financia los
servidores gigantescos y el almacenamiento de los infinitos yottabytes de la nube?
(Paréntesis: yottabyte es una unidad de
almacenamiento equivalente 1024 bytes. O sea, mil billones de gigabytes,
o 1.000.000.000.000.000 de gigabytes.)
La apuesta va en grande, y por
si quedara algún cabo suelto se la remata con las iglesias evangélicas que
pululan con un cada vez más descarado mensaje de superación personal y
elevamiento espiritual a través del dinero y la riqueza, que debe ser
devotamente compartida con la divinidad a través de los pastores, quienes a su
vez formalizan por ese medio la bendición celeste y su concomitante promesa de prosperidad
futura. El plan de negocios necesario para transitar sin discreción ni culpas este
valle de lágrimas.
Nuevas formas de lucha
Con este panorama, y volviendo a
la conversación del principio, no es tan seguro entonces que la falta de
reacción inicial, cuando el despojo de Dilma, haya sido consecuencia de una
proverbial preguiça, o molicie, o
desidia, o indolencia de los compatriotas de Macunaíma.
Así como tampoco es que aquí, en
Argentina, vivimos en un país de descerebrados incapaces y reaccionarios en
toda la línea, si bien es cierto que tanto allá como aquí las fuerzas
conservadoras y fachas mantienen posiciones de fuerza.
Pero las tenazas sobre el grueso
de la población están bien ajustadas. Se han tomado años, han invertido mucho dinero
y esfuerzo, y al día de hoy parece que todo está bien amarrado. Al menos, por
ahora.
Pero así como ya no resultan
eficientes las dictaduras de corte militar, porque estorban los negocios, son
impredecibles y nacionalistas (lo cual, aunque lo sean en el peor de los
sentidos imaginables, no deja de ser un fastidio), y por lo tanto han debido
refinar los procedimientos para la sumisión de nuestros países; del mismo modo
las respuestas populares locales evolucionan y necesariamente deberán mudar de
estrategia, derivando en nuevas y mejor adaptadas formas de lucha.
La respuesta orgánica a la
dominación establecida en los ’60 y los ’70, la lucha armada para la conquista
del poder, fue sucedida por una confianza desesperada y esperanzada al mismo
tiempo en los valores de la democracia formal. Mucho menos elaborada como
réplica que su antecesora, casi intuitiva, nada orgánica y raquítica en sus
fundamentos retóricos, alcanzó para transitar desde las recuperaciones
democráticas del subcontinente hasta el final de la primera década del nuevo
milenio.
Pero la democracia formal está
siendo arrasada sin delicadeza por procesos arbitrarios; por maridajes
promiscuos entre gobernantes, empresarios corruptos, centros financieros y
funcionarios judiciales; por conflictos de intereses llamados a naturalizarse;
por utilizaciones desmañadas del autoritarismo y la venalidad.
Parecieran torpezas pero no lo
son: lo que se busca es tensar la cuerda, probar los límites y tratar de
correrlos un poco más allá, de ser posible. Para eso se refuerzan todas las
cadenas represivas, se las pertrecha, se las militariza y se ensalza su misión
como gendarmes del statu quo. Y paralelamente,
se implementa una táctica de provocación permanente, a la espera de cualquier incidente
que sirva de excusa para nuevas represiones, nuevos ajustes, nuevos
reordenamientos.
Los pueblos no se suicidan, por
lo que tanto en Brasil como en Argentina (y en todos los países que padecen un
cuadro similar) la reacción popular deberá ser más cauta y estudiada, y acaso más
lenta y menos efectista. Ningún muerto vale la pena. La vía de la violencia armada
no sólo está superada: también es una trampa que hay que evitar a toda costa.
La clave será la persistencia y el
realismo a la hora de evaluar momentos políticos, recursos legales y relaciones
de fuerza, y de imaginar nuevos paradigmas y acciones innovadoras para ampliar la base social. No es momento para los amantes de las gestas temerarias. Se debe
tratar de una práctica medida, moderada si se quiere, pero constante y
consistente. Habrá que rescatar lo mejor del legado de Agustín Tosco:
“Nuestra experiencia nos ha
enseñado que, sobre todas las cosas, debemos ser pacientes, perseverantes y
decididos. A veces pasan meses sin que nada aparentemente suceda. Pero si se
trabaja con ejercicio de estas tres cualidades, la tarea siempre ha de
fructificar; en una semana, en un mes o en un año. Nada debe desalentarnos. Nada
debe dividirnos. Nada debe desesperarnos.”
Nuestros vecinos parecen estar entendiéndolo,
y eso es una excelente noticia.
Por ello, conviene recordar aquí
el mensaje de la canción de Ivan Lins, Desesperar
jamais. Y de paso, hacer honor a la sabiduría que acuñan la música y la
cultura brasileras.
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