El asco que me da tu sociedad

Pertenezco a una generación que creció despreciando la calidad del pensamiento político de buena parte de la anterior. Amábamos y admirábamos a nuestros padres en muchas cosas, pero en términos políticos eran inimputables, una especie de discapacitados mentales sin posibilidad de razonamiento propio. Se habían tragado sin masticar ni mucho menos digerir mentiras evidentes incluso, desde nuestro punto de vista, para niños de jardín de infantes: todo aquello del libro negro de la segunda tiranía, el tirano prófugo, la corrupción en la UES, las cuentas secretas, los parquets levantados para hacer asados y las bañeras usadas como macetas. Montones de macanas, a lo sumo hipertrofia de venalidades miserables de la dirigencia para proyectarlas a toda la estructura y así deslegitimar un proceso perfectible y progresivo de desarrollo nacional; operaciones de prensa lisas y llanas, y de los servicios de inteligencia, que entonces, al igual que ahora, que antes y que siempre, se mueven coordinadamente. Entonces, al igual que ahora, que antes y que siempre, la crítica al proyecto se comprobó falsa e interesada; y las acusaciones, meras manipulaciones de medias verdades. Sarmiento, al menos, tenía la dudosa virtud de una honestidad brutal: “Jovencito, no tome como oro de buena ley todo lo que he escrito contra Rosas”.
Muchos desconfiábamos asimismo del peronismo, de su líder, de la justicia social tan declamada como mal definida. Sin embargo, lo veíamos como un componente, quizá no inevitable, pero sí históricamente justificado en la evolución que anhelábamos hacia nuevos horizontes. En cambio, la clase media ilustrada de la generación precedente, que de ilustrada no tenía  nada, quizá sí de iletrada o de apenas lustrada, no entendía nada. Trataba de entender escuchando a Neustadt o Grondona, por ejemplo, con lo que la confusión se hacía mayor. Y, remisos a aceptar que habían sido engañados como costureritas, persistían en el error de considerar al peronismo como el origen de todos los males, en lugar de un punto de partida, insuficiente y desnutrido quizá pero punto de partida al fin, para futuras soluciones.
Los mirábamos como a idiotas. Gente grande con tan poco criterio propio, repitiendo como loros estupideces aprendidas del diario. Eran buena gente, honestos y trabajadores, pero estaba claro que con ellos no se iba a poder construir nada, nunca.
Dentro de todo, yo tuve bastante suerte. Mi viejo había sido un furibundo antiperonista en el ’55. Con veinte inexpertos años, era un socialista seguidor de Alfredo Palacios, quien había pasado de mosquetero de los derechos del trabajador a confuso y decrépito defensor de libertades civiles mal encuadradas, y que en su chochez consideró un acto patriótico convertirse en embajador en Uruguay de la Revolución Fusiladora. Pero pasados quince años, después de los desastres alternados de militares y radicales, después de Cuba y del Che Guevara, mi viejo había reconsiderado y dado un giro de ciento ochenta grados. Reconoció su error y rescató la figura y el papel de Perón. A mi vieja, en cambio, le llevó más tiempo. Proveniente de una familia de clase media baja-baja, con padre también socialista pero converso al peronismo desde la primera hora, conservó mucho más tiempo las ínfulas clasemierderas que consideraban a los negros y cabecitas como la ruina del país. Sólo después de los sesenta años se dio cuenta que la tan meneada decencia de la gente de pro no era más que mala conciencia y estupidez.
Hubo otros que no tuvieron tanta suerte, y sentían vergüenza ajena cada vez que sus padres o tíos expresaban sus endebles convicciones. Era como estar rodeado de boludos, pero de boludos grandes, que tomaban al pie de la letra y seriamente un montón de patrañas inverosímiles.

Las culpas son de nosotros, las vaquitas son ajenas

Se ha escrito mucho e intentado interpretar hasta la saciedad las motivaciones, los ideales y la elección de los métodos de acción directa por mi generación en los ’70. Abono aquel análisis que sostiene que, además de la influencia de ese increíble maremágnum conformado por la revolución cubana, Vietnam, el hippismo, las Panteras Negras y los movimientos por los derechos civiles, el mayo francés, la revolución cultural de Mao, la gesta del Che y los movimientos de liberación en todo el mundo, entre otros acápites, hubo también un sentimiento profundo de asumir culpas y tareas que hubieran correspondido mejor a ese atajo de irresponsables que fueron los padres pusilánimes de mi generación. Creo que en alguna medida los jóvenes de los ’60 y ’70 decidieron hacerse cargo de lo que los inútiles que los antecedieron no tuvieron las agallas ni la madurez de afrontar. Inútiles que tampoco sirvieron para defender y poner el pecho por sus hijos en la masacre que sobrevino.

Eternamente acobardados por cualquier amenaza a la comodidad o a la estabilidad perrunamente conseguida, acostumbrados a obedecer, disminuidos por los poderosos y convencidos de su superioridad ante la cual había que resignarse, mirando como espectadores sucederse los golpes militares y los esporádicos intervalos de democracia condicionada, pasaron sin pena ni gloria, sin dejar rastros de su marca como colectivo. La de los ’50 en nuestro país fue una generación intrascendente, por no decir insípida o inexistente.

Vamo los pibes

¿Hay paralelos con la situación actual? ¿Cabe esperar que los que hoy se pavonean orgullosos de militar su propia ruina, habiendo habilitado a la más rancia de las derechas a que les cave alegremente la fosa y renunciado a cierta holgura favorecida por una economía más expansiva y moderadamente más igualitaria, que privilegiaba el hoy de la gente común antes que el mañana de los poderes fácticos, prohíjen una camada que reniegue de ellos y, una vez más, los defina como una caricatura patética, inepta e irresponsable que les ha dejado el fardo de un país de enanos mentales? Es posible, y además de posible, es deseable que así sea.
Se necesita reacción moral e indignación, antes que cálculo mezquino acerca de cómo acomodarse para hacerse un lugarcito bajo el sol, discernir qué botas lamer para subir un escalón o considerar que es mejor el progreso personal que el colectivo.
Por suerte, a diferencia de los ’70, la vía violenta ha sido descartada como opción, lo que resulta, antes que una definición ética o de principios, una toma de posición inteligente, ya que el poder ansía y anhela la violencia. Si no, téngase en cuenta la actitud permanente del gobierno de Macri en general y de su ministra de Seguridad en particular. Están esperando fervorosamente cualquier manifestación de violencia, porque es lo que los habilita para ejercer el monopolio de la fuerza. Sólo necesitan una excusa, y están pendientes de que cualquier despistado, exaltado o energúmeno se la proporcione.
Lo mismo sucede en casi todas partes del mundo occidental, en donde la derecha es hegemónica, porque la derecha es violenta por definición, de pensamiento, de palabra y de obra. Siempre lo fue, porque la derecha tampoco es democrática, también por definición, aunque lo aparente y se presente con todos los atributos formales de una institucionalidad que fue establecida por ella y para su exclusivo provecho.
La violencia presentaba la tentación de acelerar los tiempos. Pero desde aquella caracterización de Marx como partera de la Historia, también hemos comprobado que puede ser la abortera. Entonces, más vale ir con cuidado.
Hace falta espíritu rebelde, pero para construir pacientemente mayorías,  para persuadir y convencer, para tejer con lentitud la urdimbre resistente que posibilite los cambios necesarios. La urgencia obliga a proceder con morosidad, la exposición y el riesgo exigen cuidar las fichas. Sabiendo que va a haber retrocesos, derrotas e injusticias. Las injusticias no son fortuitas: se generan intencionadamente y con la doble función de disciplinar y provocar violencia. Si la violencia se produce, se responde con una violencia mayor hasta la desmesura, para profundizar el disciplinamiento.
Esperamos por tanto una nueva generación del descontento. No importa que la victoria no esté a la vuelta de la esquina, o ni siquiera medianamente próxima. Lo que se precisa es salir de este marasmo de cinismo, imbecilidad y pobreza ética para empezar a pensar nuevamente nuestro lugar en el mundo, dejando atrás el conformismo en lo peor de un capitalismo inhumano en el que el pensamiento único se ha impuesto y no hay coraje ni voluntad de hacerle frente.
La urgencia hoy es superar la mezquindad y la pequeñez mayoritaria de una generación. Será la tarea de otra, más sabia y más luminosa.



Comentarios

Si querés dejar un mensaje que no sea público, lo podés hacer acá:

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *