Un virus que viene de lejos



Los memoriosos recordarán el estupor provocado por la postulación de Ronald Reagan a la presidencia de Estados Unidos en 1980. ¿Un actor mediocre, segundón, de películas B de Hollywood; un cowboy de utilería con dentadura publicitaria, estaría al frente de la principal potencia mundial?
Por ese entonces se consideraba que, unos años antes, el estándar democrático había llegado a lo más bajo imaginable con Nixon y el Watergate; pero no. Reagan era el colmo de la decadencia. El mundo había tocado fondo.
 
"Something is rotten in the U.S."

Sin embargo, Reagan ganó, y gobernó a la principal potencia de 1981 a 1989. El mundo se escandalizó; los estadounidenses no tanto, porque ya sabían que Reagan tenía una respetable trayectoria política: había sido, desde 1964, dos veces gobernador del estado de California y, como tal, capeado los temporales de protesta contra la guerra de Vietnam a fuerza de represiones sangrientas, retratadas con toda su crudeza en la bellísima Zabriskie Point (1970, de Antonioni, con música de Pink Floyd), de visionado imprescindible para comprender el espíritu de la época y las fuerzas en pugna.



 Zabriskie Point: ponerle el cuerpo a la lucha

Antes de eso, había presidido por años el Sindicato de Actores de la Pantalla (SAG). Reagan también había competido otras dos veces en la primaria presidencial republicana, en 1968 y 1976, cuando perdió contra Gerald Ford por poco. Por lo tanto, no era ningún neófito. Y sus compatriotas lo sabían.
El resto del mundo, en cambio, sólo vio la farandulización de la política. A Reagan, encima, le gustaba mostrarse más como un ex-jugador de fútbol americano y ex-actor que como político profesional. Así que aquello era el acabóse; hasta para los argentinos inclusive, acostumbrados como estaban por esos años a la parodia entre siniestra y sanguinaria de los militares en el poder: especie de payasos onda It, basculando entre papelones de todo tipo y el terror descontrolado.

Los tres payasos del terror y su globo sangriento.

Sin embargo, a lo largo de la era Reagan, el mundo entero fue acostumbrándose no sólo al violento volantazo neoliberal, sino a que el lugar del político lo ocupara cualquiera. El político de carrera se convirtió en una antigüedad; el estadista, en un anacronismo; el dirigente tradicional, en una rémora inconducente.
Era lo que necesitaba el imaginario de la locomotora neoliberal: alguien más descontracturado, más cercano al perfil del electorado medio. La orden del día era ser campechano, empático y dispuesto a hacer lo necesario; si era preciso, pasando por encima de normas y procedimientos –esos frenos burocráticos que paralizan la acción de gobierno. Instalar la imagen del que quiere hacer las cosas bien y de una vez, para lo cual necesita desestimar algunos controles y contrapesos del poder.
La realidad era otra: se hacía imposible llevar adelante las reformas sin violar leyes, fiscalizaciones y derechos, o al menos transgredirlos a vista y paciencia de los órganos de auditoría y de la opinión pública.
El golpe de mano de la instalación neoliberal fue algo así como un golpe de Estado a nivel global, que hizo saltar al mundo de los carriles acostumbrados. Se llevó la cucarda dorada: el hecho de alterar las variables del equilibrio económico planetario terminó de socavar al alicaído bloque soviético y lo derrumbó.
Y ese mérito (a los ojos del capitalismo) fue la condena de nuestra civilización. Porque lo que debió ser una estrategia de coyuntura, para obtener la victoria política e ideológica, se entronizó como permanente, desquiciando la economía global. Trasladar el centro de gravitación del poder desde el Estado al sector privado puede hacerse con medidas de excepción, pero regresarlo a la situación previa requeriría las mismas revoluciones que fueron necesarias a lo largo de la historia para arribar a ella. Revoluciones, luchas, conflictos, enfrentamientos, con su secuela de sufrimientos y muertes, para conquistar derecho sobre derecho e ir construyendo lenta y pacientemente el edificio de un futuro cada vez menos desigual.
La revolución neoliberal alguna vez será estudiada como la iniciativa más irresponsable y demencial que llevara adelante el género humano. Se disputará el podio con el fascismo.
Se eliminó el contrapeso del poder soviético. Pero también el del Estado, que custodiaba la (relativa, formal) racionalidad del sistema. Y todo al mismo tiempo, de la noche a la mañana. Se dejó a todos los lobos sueltos en el gallinero, y además se les dio la llave para que se encerraran en él y no hubiera cómo sacarlos.
La lógica del capital, se sabe, lleva a la concentración. Y la del capital absoluto, a la concentración absoluta. Estamos viviendo en un mundo de ficción; de ficción y de terror, porque es insostenible desde lo humano e insustentable desde los recursos.
Cuando todo es acelerar a ciegas y se pierde la racionalidad, el sistema se embrutece. Así que algo más de diez años después de Reagan, que aparentaba ser medio ignorante, vino Bush hijo, que lo era a tiempo completo. El sistema necesita monigotes que animen la ficción política porque el poder está en otro lado.

El bueno de Bush (h) oteando el futuro.

Y así como el mundo naturalizó el discurso deliberadamente ramplón de Reagan y se acostumbró a asociar su imagen más con el star-system que con los ámbitos naturales del republicanismo, del mismo modo fue asimilando la incultura y la ineptitud de Bush hijo como algo corriente; la destrucción de garantías y contratos sociales, como un signo de los tiempos. Y lo que es peor, aceptando con resignación el destino de una degradación inevitable.
Se pensó entonces que con Bush hijo ya estábamos en el fondo del mar, que no podía haber nada peor. Pero faltaba Nerón. Ocho años después, llega Trump dispuesto a incendiar Roma.
Los intervalos de Clinton y Obama fueron débiles intentonas de disimular mejor la ausencia de legalidad y la perversidad del régimen. No supieron cómo salir del laberinto. Tampoco tuvieron la intención de hacerlo.
Y una vez más, el sentido común, que tiene menos principios que la cinta de Moebius, se amoldó a los hechos consumados: un vulgar patán como Trump (deshumanizado y abyecto, al que no le importan modales ni formas, leyes ni moderaciones, el bien común o el reparto equitativo), al timón. Y todos tan frescos. Qué se le va a hacer. Vinimos a este valle de lágrimas para sufrir.
Trump busca una marcha atrás imposible. Pretende mantener el Estado desregulado y relanzar la producción norteamericana, pero el poder sigue en manos del sector financiero. Así que eso no va a funcionar. Y se empeña en una batalla perdida con China, que cada día le muerde un pedazo mayor del mercado doméstico. Ni hablar del mundial. Trump entonces apela a la amenaza. Interna y externa. Para todos y todas. Chinos, rusos, coreanos, iraníes, latinos, chicanos, negros, pobres.
Y es que cada vez es necesario un mayor grado de violencia y brutalidad para sostener el proceso de concentración sin freno, porque su aceptación es imposible para las mayorías, y también para las minorías con alguna cultura, o al menos alguna formación más o menos sólida: desde lo humanitario, pero también desde lo filosófico, desde el pensamiento visionario, desde la ciencia política entendida como tal. Por eso los planteles políticos de la derecha son cada vez más pobres intelectualmente: porque no tiene más remedio que cebarse en mentes mezquinas, mediocres, de vuelo bajo, que interpreten fielmente directivas ruinosas y cortoplacistas, que ni siquiera son políticas de Estado, sino rapacidad lisa y llana. Ahí vienen los Trump, los Bush, los Bolsonaro, los Macri, los Piñera, los Rajoy. Y todos los que hacen fila tras ellos, enrolados en nacionalismos, xenofobias, radicalismos de derecha.
Y es que un liberal de prosapia, al viejo estilo, no podría suscribir nunca el desastre social, ambiental y alimentario que se viene promoviendo. Y por supuesto, no podría dejar de ver los hilos del fantoche, ni de repugnarle el totalitarismo encubierto. A Gore Vidal, por caso, le resultaba evidente que “si el pueblo estadounidense hubiera tenido una prensa verdaderamente libre y alerta, Bush jamás habría sido electo. Es un ser incompetente. Ya tuvimos muchos presidentes bobos, pero él ni siquiera sabe leer bien” (https://www.jornada.com.mx/2006/12/17/index.php?section=mundo&article=028e1mun).
Mutatis mutandi, es una experiencia que suena sobradamente familiar en otros países del mundo; sin ir más lejos, el nuestro.

El auténtico virus

El líder político, el dirigente de un país, no debe encerrarse en una torre de marfil, pero tampoco puede darse el lujo de exhibir populacherío, grosería, cinismo, revanchismo o ambición explícitos. Las virtudes republicanas de moderación, diálogo, respeto a la opinión de las minorías, ecuanimidad, tantas veces tachadas de farsa democrática y de hipocresía, se revelan imprescindibles para establecer las bases de un acuerdo social entre las instituciones, los representantes, los representados y el cuerpo de doctrina y de jurisprudencia que hacen al funcionamiento orgánico de un país, evitando la ley de la selva.
Los poderes de un país deben ser, y son, ejemplares, mal que nos pese o aunque nos parezca una antigüedad.
Ya era criminal que formadores de opinión, medios, comunicadores y organismos de la superestructura cultural privada inocularan el virus del egoísmo, el desinterés social; la idea de que el Estado es una carga inservible, de que no hay que dar ni pedir ayuda y cortarse solo, de que hay que escalar a cualquier costo. Pero si, encima, desde la misma cabeza del Ejecutivo se fomenta abiertamente la ventaja personal, el abandono de la solidaridad y el tanto tienes tanto vales, lo que se está prohijando es la promoción social de lo peor de la comunidad: los arribistas, los ventajeros, los ambiciosos sin medida, los aprovechadores sin respeto por nada ni por nadie, los expertos en burlar las leyes con paraguas letrado. Esa es la imagen modélica que ha transmitido el neoliberalismo en todas las latitudes. Los fondos buitres hubieran sido en cualquier otra época estafadores, chantajistas y chupasangres infames: en cambio, se los presenta como respetables inversionistas. Eventualmente, a imitar.

Cuervos o buitres, la canción es la misma.

Resultado de lo cual la base social de las derechas, y especialmente sus sectores fundamentalistas, se ha convertido en el grupo más reactivo al respeto de la ley. Invirtiendo un prejuicio histórico, no tienen empacho en proclamar abiertamente lo más representativo de la barbarie: el revanchismo, el linchamiento, el ensañamiento sin respeto por garantías y debido proceso, la ejecución sumaria pedida a gritos.
Hoy las clases media baja y baja, y los grupos de alineación de centro izquierda o de izquierda (ya sea por convicción, por disciplinamiento o por temor) son los sectores más observadores de las normas y los límites. Inclusive la izquierda más radicalizada ejecuta sus planes de acción en los márgenes de la confrontación, pero sin traspasarlos. La excepción la compone un lumpenaje claramente determinable y reconocible, encuadrado en actividades delictivas o cuasi delictivas.
Las clases media alta y alta, y los grupos de alineación de centro derecha o derecha, en cambio, ostentan una anomia orgullosa, como si para ellos no valieran los ordenamientos legales. El lumpenaje, en este caso, es indiferenciado. Algunos ejercen la transgresión activamente y otros no, pero sin dejar por ello de suscribirla, o al menos justificarla.
Así es como vemos en estos días, en nuestra sociedad, desde el asesinato en jauría de un joven por odio racial, o soltar un lechón desde un helicóptero a una pileta, hasta resistir violentamente el acatamiento de la cuarentena ordenada por la autoridad, o el paseo irresponsable de fin de semana a la playa en un contexto de emergencia sanitaria en el que se solicita permanecer en el domicilio.

Cerdos en la pileta

En todos estos casos, y en muchos más, se puede reconocer el mismo patrón de clase ya detallado.
Es el resultado de una contaminación ideológica con la que vienen machacando los sectores recalcitrantes de la derecha a lo largo de las últimas tres décadas. Y es, hay que asumirlo, el terreno que se ha perdido en la batalla cultural. Volver a determinar claramente, en términos sencillos y asequibles para todos, qué está bien y qué está mal es el principal desafío que el progresismo tiene por delante.

Barajar y dar de nuevo

El progresismo, entonces, ha venido perdiendo terreno en lo cultural, sin poder articular un discurso integrador que evite caer en particularismos, partidismos y reducciones ideológicas que, antes que convencer, ahuyentan y dividen.
Desde hace décadas, la izquierda clásica luce perdida en un programa inconducente, inofensivo y, por eso mismo, funcional al establishment. Las agrupaciones de banderas rojas, en la práctica, se han convertido en el más efectivo diluyente del campo popular, permeando sus extremos y entorpeciendo su fortalecimiento. Sus propuestas se centran exclusivamente en una redistribución del ingreso vaga e inespecífica, además de impracticable para el volumen de sus apoyos. Plantear expropiaciones o nacionalizaciones cuando se cuenta con un soporte del 2,16% del padrón (lo obtenido por el FIT en las últimas elecciones) ni es realista ni es inteligente para ampliar su base de sustentación. Es simplemente limitarse a funcionar como un coro de ranas a un costado del camino.
Por otro lado, el resto del progresismo nativo luce desarticulado, porque los cauces tradicionales de encuadramiento ya no son los medios adecuados para su mejor expresión. Los partidos quedaron presos de una lógica y un funcionamiento de bandería estrictamente política que no satisface las aspiraciones de una parte cada vez mayor de la comunidad. Para tomar el ejemplo de Argentina, hay un enorme sector de la población que apoya al Frente de Todos, pero que ni milita ni se sentiría cómodo haciéndolo, porque no se considera interpretado por una dinámica acotada a la discusión de política económica o la esgrima legislativa, la rosca, el internismo y el punterismo. Un tipo de ciudadano lejanamente emparentado con el humanista renacentista, muy preocupado por la evolución política pero en tanto vinculada, y de manera muy directa, con otros intereses más universales, como el cambio climático, la deforestación, el problema alimentario y los agroquímicos, los problemas derivados del consumo y del aumento de la producción, el extractivismo, la polución en el ambiente, la explotación animal y los derechos de los pueblos originarios y de las minorías.
Este sector es retenido por las expresiones político-partidarias del progresismo, pero sólo eso. Se desperdicia la potencia multiplicadora que podría imprimir su acción en otros grupos más postergados o menos concientizados de la población; precisamente aquellos sectores que terminan siendo cooptados por la derecha, a través del tramposo discurso meritócrata o la acción predadora de los evangelistas, que son extremadamente eficientes en el trabajo territorial, utilizando como agentes de propagación a las mismas personas de bajos recursos que han sido seducidas por sus promesas.
Es difícil imaginar que los sectores progresistas le tuerzan rotundamente el brazo a la derecha sin un replanteo profundo de sus estrategias, tanto comunicativas como organizacionales, y una rejerarquización de su agenda, en la que muchos temas hoy tibiamente considerados pasen al primer plano. Barajar y dar de nuevo. Su dinámica de funcionamiento necesita ser mucho más abierta, generosa, imaginativa y horizontal para dar salida efectiva y resolutiva a iniciativas que hoy pululan en un limbo estéril.
Lo peor de todo: éste no es un fenómeno doméstico, sino global.

Cuando pase el temblor

El progresismo, en todas partes del mundo, se encuentra por tanto a la defensiva, o sin la suficiente fortaleza como para garantizar su hegemonía a mediano plazo. Pelea un empate técnico, en el que por períodos gana, por períodos pierde.
El esquema del capitalismo a la americana, por otro lado, no tiene futuro. Está muerto. Un simple virus lo demuestra. No hay defensas colectivas en un mundo pensado para el uno por ciento de la población mundial.

“Su problema se debe al sistema capitalista. ¿Alguna otra pregunta con la que pueda ayudarle?”
(Karl Center, meme circulado por las redes)

Este es el punto vital en el que estamos. La pandemia del coronavirus pone en evidencia la inviabilidad del programa neoliberal, con privatización de la salud y los servicios, que en manos de particulares no pueden resolver efectivamente la emergencia. Y esa demostración no se produce en los países pobres y postergados, cuyos problemas nunca llegan a las primeras planas de los grandes medios multinacionales. No, se manifiesta dramáticamente en el corazón del sistema. Las sociedades están completamente indefensas frente a un ataque virósico. Las multimillonarias cifras gastadas en sistemas de defensa militar han resultado escandalosamente inútiles. Mientras tanto, ¿cuánto se había invertido en la defensa civil de este tipo de amenazas? Cero.
Pero no sólo eso. El coronavirus destruye por su base el discurso del individualismo, el egoísmo productivo, la competencia como palanca de progreso. La pandemia recupera el valor de la solidaridad, y algo mucho más importante: el protagonismo de la acción mancomunada, el alineamiento tras un objetivo común que no reconoce las trampas de grietas ficticias.
El discurso de la derecha, en esta circunstancia, conduce a la psicosis paranoica. En Estados Unidos, la población no sólo acude en masa por provisiones. También se ha disparado la venta de armas: piensan que deben protegerse de futuros saqueadores, cuando el contagio se extienda y todos estén guardados en sus casas. Por el otro lado, la comunidad china en ese país también cree que debe prepararse para defenderse de ataques. Todo se convierte en un gran polvorín en donde los que no resulten muertos por la peste pueden serlo a manos de sus congéneres. La noticia puede leerse en https://www.clarin.com/internacional/estados-unidos/coronavirus-ee-uu-psicosis-largas-colas-tiendas-comprar-armas-_0_Dbn7x8A7.html.
No sabemos qué futuro nos espera. El coronavirus está destruyendo, entre otras cosas, estructuras económicas de países enteros. El tablero global puede redefinirse. El virus en algún momento pasará, como todas las epidemias, pero no sabemos qué secuelas dejará, tanto en lo económico como en lo político y en lo cultural.
Algún día terminará el imperio americano. Muchos predicen la hegemonía china, y algunos auguran un capitalismo de peor cuño. La verdad es que no lo sabemos. No conocemos en profundidad la cultura china, sus valores, sus formas de vida, su historia, su idiosincrasia. Ni tampoco tenemos idea de qué nuevo orden puede imprimir al mundo en caso de consolidar su predominio. Los Estados Unidos hicieron tanto daño que han condicionado las acciones de todos los países con aspiraciones a un camino independiente; han estimulado, al igual que en la gente, la defensa de lo propio, el regateo, el egoísmo, la lucha. No es poco para desmontar, para deshacer, para reeducar.
¿Cómo sería Rusia sin Estados Unidos? ¿Cómo sería Cuba? ¿Cómo sería África? ¿Cómo sería América Latina?
No sabemos cómo sería el mundo con otro concepto del consumo. Quizá la caída de su entronización imperial pueda devolverlo a niveles racionales, pueda humanizarlo como una actividad de subsistencia de la especie, no como un todo fagocitante y totalizante, un presente perpetuo en cuyo altar se inmolan las comunidades, las familias, los paisajes, la fauna, la flora, los recursos, el bienestar y la armonía de todo un planeta.
Si detonamos el consumo, como en la escena de Zabriskie Point que nos mostró un futuro posible hace 50 años, puede haber esperanza.

La “escena Pink Floyd” de Zabriskie Point:
Detonar el consumo por completo.

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