El enigma de Sabag Kaspar Hauser Montiel

 La película de Herzog trataba sobre un hombre aparecido a principios del siglo XIX en un pueblo de Alemania. No podía relacionarse con los demás, no tenía lenguaje. Nadie sabía de dónde venía. Simplemente lo encontraron una mañana, con un mensaje para la autoridad local.

El hecho de que el atentado contra CFK haya sido una desmesura de ninguna manera es discordante con el clima previo, que se viene alimentando paciente y concienzudamente desde hace rato y con hechos concretos. De ambos lados de la grieta se han hecho contribuciones deplorables, pero por mucho que se quiera esgrimir la igualdad de responsabilidades lo cierto es que las bolsas negras, las horcas, las guillotinas, las amenazas de muerte, los pedidos de pena de muerte y finalmente el atentado en sí, se aportaron sólo desde uno de los bordes abisales. Son hechos, no especulaciones.

De cualquier manera, más allá del impacto anímico que sacude a propios y extraños, a fanáticos y a tibios vomitados por dios, es necesario trascender este pico apasionado y escrutar el horizonte de las razones. Superar este momento Durán Barba recién descorchado, desbordando espumancias emocionales, y tratar de entender de dónde salió Sabag Montiel, quién le puso el arma en la mano y las ideas en la cabeza, cómo se armó el plan y la estrategia que, necesariamente, tiene que involucrar a terceros. Porque nadie, pero nadie, de ambos lados de la grieta o aún en el fondo de ella, puede creer que el tipo actuó solo.

Por otro lado, todo resulta raro. Es extraño que el tipo haya llegado casi a apoyarle el arma en la cabeza a CFK. Y también es extraño que el arma no se haya disparado. Sería más verosímil  si alguien se la hubiera quitado, o desviado, antes de disparar. O que hubiera disparado y errado el tiro. Pero, ¿trabarse la pistola? Raro.

Y no es lo único extraño: las apariciones previas del personaje en cuestión en televisión también huelen mal. ¿Desde cuándo un conspirador se empeña en ir calentando su perfil en la pantalla? ¿Y cómo el canal que lo entrevista en dos ocasiones, entre miles de notas que hace diariamente, lo encuentra revisando sus archivos apenas horas después de que sea identificado como el agresor? Y por otro lado, ¿de qué manera se había agenciado el asesino malogrado el pequeño arsenal que le fue encontrado en su casa, y para qué? Porque no pensaría meterle cien balas a CFK: puede que tuviera ganas, pero nunca oportunidad. Y menos si eran de distintos calibres, y no coincidentes con el del arma que utilizó.

Seguramente hay respuestas para todo, pero sería necesario ir conociéndolas.

Lo que desautoriza las declaraciones repugnantes de Amalia Granata son su veneno, su odio, su resentimiento; las dudas que ponen en evidencia, en cambio, resultan perfectamente comprensibles. Del mismo modo que, si se hubiera dado a la inversa y la víctima fallida hubiera sido Macri, también desde el bando contrario se permitirían especular sobre un presunto montaje, y no imaginar una intercesión protectora del espíritu guardián de Milton Friedman, por caso.

Un sondeo elemental por historiales especializados de sitios dedicados a armas y balísticas revela que expertos caracterizaban a la pistola en cuestión, una Bersa Thunder 380, cuya fabricación fue discontinuada hace tiempo, por fallos frecuentes que no la convertían precisamente en el arma más confiable. Y se sabe que las condiciones de ejecución no son las mismas en un relajado polígono de tiro que en la instancia de perpetración de un magnicidio. A eso hay que sumarle la antigüedad de la pieza, cerca de 40 años, y, posiblemente, el carácter no profesional de su propietario. Lo que supone deficiencias en el cuidado, la limpieza y la conservación tanto del arma como de las municiones.

Lo previo puede resultar tranquilizador para espíritus racionales y analíticos, mucho más que fantasear con mediaciones divinas de Néstores o Diegos salvadores, pero no del todo. Quizá sí para Verbitsky, que en su nota resuelve rápidamente toda desconfianza con estos argumentos, y sigue adelante con otros temas. Desde el bando contrario, todavía se pueden sostener variantes conspirativas. ¿No pudo tratarse de una operación de contrainteligencia? Infiltrados o escuchas accidentales se enteran de que hay un loquito susceptible de ser utilizado, lo operan convenientemente y le ponen un arma trucha en la mano. El tipo va y fracasa. Se come la gayola de su vida como un perejil y sus manipuladores ya están en Europa, Asia o el Congo. Sería plausible.

Alguien ironizó en redes sociales: “No pueden organizar un cumpleaños de cinco personas sin que se entere todo el país, ¿y van a organizar esto?”. Es verdad, pero principalmente los riesgos son demasiado grandes como para que alguien se permita correrlos, consciente de que, aunque hubiera mucho para ganar generando un hecho conmocionante nivel dios, apenas una filtración podría convertirlo en la madre de todos los desastres, el verdadero Fin de la Historia. Nadie se jugaría hoy a semejante delirio sin contar con una infraestructura ultrasofisticada y superblindada, habiendo tantos teléfonos celulares, tantas señales en el aire, tantas interferencias, tantas escuchas y tanto analfabetismo digital dando vueltas. Y el campo oficialista no puede presumir de tenerla.

Si aún así las sospechas de la derecha tuvieran algún asidero, estribaría en que ellos, por su lado, no tienen nada para ganar con este atentado frustrado y sería desquiciadamente imprudente esperar algún provecho de su eventual éxito. Desde su punto de vista, puede evaluarse como una acción no sólo desesperada, sino incomprensible.

Dado el cenagoso y casi prostibulario ambiente judicial, no podemos saber hasta dónde se propondrá avanzar la investigación en términos de búsqueda de la verdad. O si el gobierno instruye, complementaria o confrontativamente, alguna investigación paralela. Tanto si el objetivo fue el éxito o el fracaso de la operación, y si –por lo argumentado anteriormente– la lógica sugiere descartar del rol de titiritero magnicida tanto al supuesto maquiavelismo oficialista (que sabría, en todo caso, distinguir sus ambiciones de seducciones suicidas) como al hipotético terrorismo opositor (que diferencia las conveniencias de los odios, por mucho que fomente estos y disimule aquellas), la pregunta sigue siendo: ¿quién fue el autor intelectual, quién puso el arma en la mano de este personaje con tatuajes nazis y una imagen casi marginal?

Volvemos al principio: no se trata de un lobo solitario o un loquito suelto. Y si no son ni tirios ni troyanos los dueños de la flecha, quizá haya que sospechar que alguna embajada del mundo no helénico haya considerado sacar partido de las diferencias.

Afiche de la película El enigma de Kaspar Hauser (1974), de Werner Herzog.
Fuente: https://www.filmaffinity.com
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