Otros 24 de marzo

Hace ya tiempo que mi compromiso con la marcha del 24 de marzo es sentimental. Siento que tengo que estar ahí, formar parte, aunque sea por un rato. Mis permanencias, parejamente a mi fervor, se han ido acortando hasta limitarse a dos horas, a lo sumo tres.

Existe todavía, también, una motivación estratégica, la de ocupar un lugar que no puede regalarse por desánimo o por desidia cuando todavía existen y se reproducen, impensadamente y más allá del optimismo de Charly en épocas más esperanzadas, los dinosaurios negacionistas o reivindicadores de lo irreivindicable.

Pero todo termina allí. No encuentro ya razones ideológicas para asistir desde que, de la misma manera en que todos los años vamos perdiendo alguna que otra de las últimas madres y abuelas que nos quedan, se ha producido un vaciamiento de los contenidos de la marcha, a manos de las respectivas apropiaciones de las consignas por los grupos más diversos, de todas las vertientes políticas, sean partidos u organizaciones sociales.

El valor principal de la marcha, su sentido y potencia, era justamente el aglutinamiento. La confluencia de las más variadas expresiones del campo popular en una única, incontestable y masiva manifestación de principios. La consigna memoria, verdad y justicia no tenía dueño. No existía más que una sola manera de interpretarla. Todos, aún con banderas o identificaciones propias, éramos parte de un colectivo.

Me refiero a marchas icónicas, como las de 1985 o 1988, o inclusive las resilientes de la década del ’90, cuando las columnas se adelgazaban y el desinterés parecía triunfar. Siendo muchos o menos, sintiendo haber conquistado la conciencia colectiva o resistiendo con los dientes apretados la ofensiva individualista, el sentido de la lucha insistía en atronar las calles céntricas con un reclamo universal, totalizador, abarcativo.

Otros 24

Progresivamente, vino luego el desmigajamiento. Al principio, las tempranas desavenencias entre los propios organismos de derechos humanos no afectaron la unidad de la marcha, pero más tarde el ensanchamiento de las diferencias la hizo imposible. Los partidos políticos, por su parte, también decidieron en algún momento que ya era tiempo de capitalizar la concentración en exclusivo provecho propio. Las diferencias por posturas adoptadas en la coyuntura política de cada año se hicieron irreconciliables. Los puntos de concentración de las organizaciones, desde un principio diversos, ya no confluyeron en un punto de convergencia, sino que empezaron a adoptar derroteros propios y horarios diferenciados. La cantidad de concurrentes fue en aumento, pero en convocatorias atomizadas.

Paralelamente, las marchas empezaron a teñirse con expresiones artísticas que fueron bienvenidas. La pintura, la danza, la música o las artes escénicas ilustraban y enriquecían la praxis de bombo, caminata y canto. Hoy, en cambio, proliferan frente a un público asistente y paseante, sin la misma fuerza original, como representaciones repetidas.

Uno tras otro se alinean, en un espectáculo feriante, los puestos que venden choris, imanes, remeras, libros, cerveza. Inclusive los partidos de izquierda ven la oportunidad de comercializar sus publicaciones, cuyas redes de distribución son siempre arduas. Las transacciones son omnipresentes y sin solución de continuidad. El impacto del consumo es tan grande que dan ganas de llorar: de la manera más sibilina y por el costado más imprevisible, una jornada de lucha se convierte, de alguna forma, en un día de derrota.

El ambiente festivalero hace perder de vista el espíritu de la marcha. No estoy pretendiendo que tiene que ser solemne; sí que sería deseable que fuera concentrado, enfocado, denso. La dispersión se reproduce en atracciones (o distracciones) múltiples, y conspira contra la tensión esperable de un acto cívico, entendiéndose por esto lo que se quiera entender.

Ese mismo entorno escenográfico de feria es el que distorsiona las percepciones. Aparecen quienes cuestionan (inclusive desde campo propio) la oportunidad de la fecha, inquiriendo acerca de qué es lo que se festeja. Si no sería más oportuno celebrar el 10 de diciembre, por ejemplo, día de la recuperación democrática.

Y es que no se trata ni de un festejo ni de una celebración. Se trata de la memoración de un incidente trágico de la historia que no puede volver a repetirse. Nos reunimos los 24 de marzo para decir una vez más la misma plegaria laica de siempre: Nunca más. Ese es el único sentido de la marcha. No los apoyos circunstanciales a tal o cual figura política. No la gimnasia movilizante para mantener el ejercicio de calles ocupadas. No el oportunismo de la celebración porque ganamos o el reclamo porque perdemos en el momento puntual que nos atraviesa. Se han trazado líneas de continuidad válidas para actualizar el reclamo de memoria, verdad y justicia, pero también se han forzado y abusado esas coordenadas, al punto de encontrarles paralelo casi con lo que se desea (o conviene).

La nostalgia nunca es buena consejera y, si bien insisto con el argumento de mi presencia meramente sentimental (aunque empecinada y tozuda) en la marcha cada 24 de marzo, no añoro el pasado de otras marchas evocadas aquí. La vida no se detiene y los cambios son inevitables, la plasticidad de las expresiones populares es infinita y el espíritu de los tiempos que corren, con su galaxia de redes sociales, gamers e influencers, no se puede esquivar. Lo corriente para los que envejecemos es ir dejando el lugar a los que van llegando y decidiendo cómo y en qué medida deben organizarse las cosas.

Así que seguiré asistiendo cada 24 de marzo, con el cuero asombrado como en la zamba, o con el ojo extranjero de quien en cierta medida ya pasó.

Dispuesto a seguir rumiando las consignas de siempre, pero a mi modo. Total, a nadie puede importarle.

 

 


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