Todos juegan para Massa

 “Siéntate a la puerta de tu casa y verás pasar el cadáver de tu enemigo”.

Con los resultados de la primera vuelta a la vista, podría aplicarse a la experiencia Massa el proverbio chino. Pareciera que alrededor de su candidatura las cosas se hubieran ordenado mágicamente. Que por azar milagroso los palotes hubieran caído de punta y se hubieran sostenido en equilibrio y en rigurosa fila. Que los movimientos de otros actores no fueran espasmos erráticos sino órbitas prescritas.

De otra manera es difícil explicar su performance hasta aquí exitosa después de tres años de un gobierno a puro desgobierno y apenas el último de un mínimo disciplinamiento político, en el marco de un derrumbe económico ya indetenible.

¿Cómo triunfar en primera vuelta y revalidar títulos en el ballotage en medio de un berenjenal de fracasos? A eso se suman las críticas como ministro: falta de plan económico, improvisación, muñequeo constante.

(Los juicios lapidarios en este sentido parecen no advertir lo que vio Massa: corregir el rumbo en tiempo de descuento de un Titanic ya abierto como una lata de sardinas era una misión, además de imposible, inútil. Había que cargar en los botes lo que se pudiera, tomar distancia del buque y llegar de cualquier manera a la costa del 22 de octubre. Sin temor al error, sin vergüenzas, sin escrúpulos si fuera necesario).

En semejante adversidad, ¿cómo salir victorioso? ¿El resultado es fruto de la casualidad?

No parece ser el caso. Hay un manejo o sabio o inspirado de los tiempos y un aprovechamiento criterioso de las oportunidades, pero con eso no alcanza.

La prudencia en la dosificación de los recursos, tanto retóricos como fácticos, en buena medida parece dictada no por el amor (al arte político) y sí por el espanto. Desde hace un año, Massa viene avanzando a golpes de corto plazo, mezcla de intuición y audacia, como quien fuga corriendo sobre el puente que se va desmoronando tras cada pisada.

Para su fortuna, sus contrincantes de peso en la instancia electoral resultaron de poco fuste, y los que podían discutirle un discurso político nunca alcanzaron volumen. Veamos.

 

Pasajera en trance

Por el lado de Juntos por el Cambio, resulta increíble que perdieran una elección que hace un año tenían ganada sin mover un dedo.

Exactamente el 23 de octubre, pero de 2022, en una nota en Página 12, Mario Wainfeld señalaba que la oposición “se lee ganadora. Es un pronóstico posible, el más probable”. Desde Perfil, Gabriel Ziblat, refiriéndose a Larreta, Bullrich y Vidal que pintaban para candidatos, coincidía: “desbordados de optimismo, hoy todos creen que ganan. Incluido Macri”.

Esa era la situación, en vista del embrollo y el desconcierto en que había caído el gobierno. Visionariamente, el artículo de Wainfeld alentaba la esperanza de que “en la angurria de almorzarse la cena tal vez el macrismo muestre demasiado los dientes”. Fue lo que pasó. Estaba tan fácil que pensaron que ya lo tenían en la bolsa. Empezó la guerra Bullrich-Larreta y ambos perdieron.

Con el police verso de Macri que sepultó al dolape, y a la vista de los resultados, cuesta entender por qué impulsó a Bullrich, que una vez bajo los focos desnudó hasta la pornografía su falta de carisma y su endeblez discursiva, inimaginable en alguien involucrada en política desde que dejó las muñecas, y con una indiscutible trayectoria arcoíris, que refleja todo el espectro político visible, desde los infrarrojos a los ultravioletas. ¿Quién podía suponer que puesta en campaña se limitaría al nivel paródico de Doña Clorinda en la vecindad del Chavo? Lita de Lázzari en su momento hubiera dado mejor batalla.

Lo de Pato fue deplorable pero la estrategia comunicacional decidida, que no es su responsabilidad exclusiva, también fue equivocada. Cada cosa tiene su momento y el tiempo de los tapones de punta se canceló con el atentado de Sabag Montiel. “Acabar con el kirchnerismo” ya suena viejo, de otro tiempo. Quizá del 2015, o del 2019, pero no de ahora. Por empezar, porque Cristina se retiró prudentemente a cuarteles de invierno y su cohorte, La Cámpora, se desmigaja a cada momento, convertida en una tapera en la tormenta, que pierde chapas y adobes mientras se consume en la insustancialidad. ¿A quién seduce una campaña presidencial basada en la eliminación de un opositor que, encima, se desinfla? La idea de aniquilar al adversario (cara a la más rancia tradición liberal argentina desde el fondo de la historia: fusilamiento de Dorrego por Lavalle –“cortar la cabeza a la hidra”, según recomendación de Del Carril–; exterminio de caudillos –“no trate de economizar sangre de gauchos”, del peor Sarmiento) sólo erotiza a los fanáticos que, por otro lado, no es necesario convencer. A los neutrales no los moviliza; es algo que ya queda un poco demodé. Y feo.

Además, pensándolo un poco, quien va a llevar esa tarea adelante más eficientemente que ninguno es Massa. Pero de eso hablamos más adelante.

 

Raros peinados nuevos

Por el lado de Milei, el golpe fue tal que no es seguro que se presente al ballotage. Su inestabilidad no es tanto emocional como producto de un derrotero vertiginoso: una montaña rusa de ascensos y caídas bruscas que ni su amateurismo político ni la endeblez de su armado partidario son capaces de asimilar. Resultó tan sorprendente su victoria en las PASO como su derrota en primera vuelta. Por lo pronto, el primer movimiento reflejo tras los resultados fue asumir como propio el argumento de la derrotada Bullrich: acabar con el kirchnerismo. No parece lo más inteligente.

Mientras Milei sigue licuando capital político arriando la bandera anticasta y sacando a remate puestos para casi cualquiera que se le arrime, convirtiéndose en uno más de “los de siempre”, Massa se frota las manos porque la insistencia en el blanco errado del kirchnerismo le facilita (y hace casi obligatorio) su distanciamiento del sector. Una vez más, los planetas se alinean.

 

Promesas sobre el bidet

Dado que las modas son efímeras y el tiempo del odio parece haber perdido fuerza, después de agitación constante a lo largo de diez años, Massa se diferencia con la propuesta de un gobierno de unidad nacional.

No es original, Cristina lo viene pregonando desde el 2015. Sólo que ella no ofrece garantías, especialmente teniendo en cuenta su cuota de responsabilidad en el desquicio del binomio Fernández-Fernández, que terminó convirtiendo la gestión en la más zombi y desangelada de que se tenga memoria.

Massa, una vez más, acierta con el argumento en el momento justo. Cuando se empieza a insinuar la ancha avenida del centro pavimentando la grieta. Cuando Larreta, en su malograda intentona presidencial, también lo había sugerido. Cuando gobernadores, empresarios, centros financieros y gente común lo reclama.

 

Mientras miro las nuevas olas

Pero antes de esta feliz (si cabe el término) cadena de circunstancias, ¿cómo llegó Massa a transformarse, en apenas cuatro años, de traidor deleznable a encarnación unificadora del espectro peronista?

Su acercamiento inicial fue discreto, las luces y los reflectores fueron para Alberto y Cristina. Él se perfiló como un actor necesario pero no suficiente.

Se mantuvo al margen del melodrama napolitano entre presidente y vice. Mantuvo una posición de razonabilidad y conversó con todos desde su estratégica posición al frente de la Cámara de Diputados.

No se puede aventurar que propició el desgaste de las dos principales figuras de la coalición, que se extenuaron en la pelea hasta anularse recíprocamente. Tampoco que lo deseara. Pero se mantuvo expectante manteniendo una postura prescindente. Cuando el conflicto escaló y se cobró al ministro de Economía, asumió el cargo como la figura neutral que podía dar orden político a una cartera caliente.

Comenzó con un desempeño diligente, más concentrado en maniobrar que en soluciones de fondo. Hasta que llegó el momento de definir candidaturas.

El matrimonio por conveniencia llegó al no va más de las ridiculeces: Alberto pretendía competir con su propia candidatura cadavérica en las PASO y el cristinismo proponía la insipidez políticamente disfuncional de Wado De Pedro, después de presionar hasta lo indecente para forzar la postulación de Cristina, incluso después de que la Jefa manifestara reiteradamente su renuencia a participar.

En un movimiento rápido y lanzado Massa se encaramó como candidato único.

Por lógica elemental, la entronización como delfín requiere la atenuación de la entente malavenida al frente del Ejecutivo. Alberto y Cristina tienen que diluirse.

Queda La Cámpora, que es el salvavidas de plomo en el naufragio. Como estructura política, parece no tener otra dinámica ni finalidad que capturar, retener y administrar espacios de poder. Cuya gestión, por otro lado, ni siquiera es siempre exitosa. Una especie de metaburocracia partidaria.

 

Encuentro con el diablo

Una vez más, las cosas se acomodan alrededor de Massa. Las fricciones también se dan en el mayor polo de poder distrital: la provincia de Buenos Aires. Kicillof empieza a tomar distancia de La Cámpora.

La imposición de Insaurralde fue sobrellevada estoicamente por el gobernador. El escándalo reciente con yate y champán no sólo lo ha liberado de un quiste indeseable en su mecanismo de poder: también, sorprendentemente, lo ha fortalecido. En la primera vuelta, Kicillof experimentó un crecimiento sorprendente de 10 puntos. Inversamente Máximo Kirchner, que patrocinaba a Insaurralde, declina como factor de poder, al tiempo que pierde prestigio, además de antiguos colaboradores, como el Cuervo Larroque, ahora más cercano al gobernador.

Kicillof se convierte, de esta manera, en el aliado natural de Massa. Ambos se necesitan para ganar independencia dentro del espacio y consolidar sus respectivas victorias. Si se mantienen espalda contra espalda hasta que las diferencias se hagan irreconciliables, terminarán de liquidar la influencia desproporcionada de La Cámpora hasta reducirla a una expresión sin peso determinante.

Y nadie ignora que desde hace mucho ese es el convencimiento profundo de Massa.

Fuente: Página 12
 

Inconsciente colectivo

Por el momento, La Cámpora tampoco puede hacer otra cosa que un repliegue táctico. Es resistida y demonizada por los ajenos y tiene poco para ofrecer a los propios.

El encanto de Cristina no es eterno y además la fidelidad incondicional no es de doble vía. Por decoro o por convencimiento, Cristina se ha mostrado independiente siempre de las decisiones o las formulaciones de La Cámpora. No así a la inversa.

Y es que La Cámpora sabe que Cristina es su único capital. Y la utilización que hacen de su ascendente sobre la militancia, con el pretexto de su “liderazgo natural”, resulta obsceno.

Hasta aquí, cierta tendencia extendida dentro del “progresismo peronista” (si cabe el término) se ha mostrado proclive a seguir la impronta de la Jefa, vehiculizada e interpretada por sus exégetas de La Cámpora. Pero cada vez es más generalizada la sensación de que esa convicción no es ni consistente ni productiva.

Para esos espacios sublunares de la progresía se hace evidente la necesidad de un reagrupamiento. Aunque nadie sepa bien con quiénes ni cómo.

 

Esperando nacer

Y volvemos al principio. ¿Talento político? ¿Casualidad? ¿Magia?

Un poco de cada cosa. En un terreno inestable, y hasta aquí, Massa supo maniobrar, aprovechar oportunidades, marcar tiempos y diferencias. Desde siempre se ha destacado su habilidad de tiempista. Eso no lo habilita como un hombre de Estado, una condición que aún está por demostrar.

Si hay un Massa presidente, será distinto al de hoy.

Si alguien imagina que esta actualidad de ajuste combinado con compensaciones desordenadas será la promesa para el mañana está viendo otro canal. La máquina dejará de imprimir, los frentes se reordenarán y se perseguirá el equilibrio fiscal.

Lo cual está muy bien, dicho sea de paso, en tanto y en cuanto se haga, a un tiempo, con sensibilidad social y rienda corta.

Lo que no parece entenderse desde ciertos espacios progresistas es que la sensación de festival desquiciado de las gestiones nac&pop, (sostenimiento artificial de déficits crónicos y repertorio de chambonadas para evitar corregir un rumbo si es necesario) tiene que terminar si se quiere evitar que a futuro se acentúe aún más la derechización de anchas franjas de la población. Más allá de los estratos medios, por cierto, como quedó demostrado en los últimos turnos eleccionarios. Es necesaria una reordenación macro del espectro del Estado con criterios de eficiencia para no volver a caer en el riesgo de aventureros delirantes, que son los que en buena medida estelarizan la escena política mundial. Es preferible, por antipático que sea, sostener un Estado más o menos mezquino hasta recuperar aptitud y autonomía en un marco de estabilidad, a ceder el turno a los que en cuatro años son capaces de despedazarlo.

Massa, por otro lado, no necesita de teleologías ideológicas para justificar esa orientación. Está dentro de sus convicciones.

 


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