El origen de la locura

 

No importa ninguna de las paparruchas con las que diariamente Milei mortifica a sus conciudadanos. El #PobreJamoncito –al decir de su espartana vicepresidenta Victoria Cruellarroel– será, finalmente, tan contingente como lo fueron todos hasta ahora, si no más.

Lo que resulta necesario (e imperioso) es comprender por qué los argentinos eligieron poner su futuro inmediato en manos de un imbécil manifiesto, connotado e impenitente, que además expresa los intereses más reaccionarios de su sociedad.

En entradas anteriores de este blog se esbozaron lateralmente algunos argumentos, en esta se intentará abordar el tema de manera más detallada.


La madre del borrego

Es la pregunta del millón, se la hicieron desde políticos a pensadores: ¿por qué un cambalache televisivo, improvisado, sin antecedentes, sin proyecto definido, sin claridad en sus exposiciones, sin otra cosa que ofrecer que rabia y afrentas? ¿Por qué? ¿Quizá precisamente por todo eso?

Muchos concluyeron apresuradamente que fue la desesperación del conjunto ante la penuria incremental. No parece una premisa plausible porque no se respalda en evidencias, pese al elevado índice de pobreza.

El confinamiento por la pandemia y sus consecuencias traumáticas impactaron fuerte en la percepción general; del mismo modo su conclusión mostró un costado gozoso expresado en un boom de consumo. Una multitud volcó masivamente el remanente adquisitivo acumulado a la obtención y disfrute de todo tipo de gratificaciones, desde turismo a espectáculos, lugares gastronómicos y de diversión, paseos o compras. Se trató de un fenómeno transversal a la sociedad, que no se limitó a los sectores más favorecidos.

Parecía una ola transitoria, más explosión emocional que poder de compra, que se extinguiría con la normalización del ritmo de vida. Sin embargo continuó el resto de la gestión del gobierno del Frente de Todos y se instaló como un hábito que, aunque en medida más limitada, aún puede comprobarse, pese a los mazazos económicos que están recibiendo, a diestra y siniestra, los sectores medios y bajos desde que comenzó la nueva administración.

Así, si el voto a Milei no es una expresión de padecimiento, entonces, ¿qué?

En una entrevista de agosto de 2023, después de que el esperpéntico Capitán Ancap se convirtiera en la gran sorpresa de las paso, Rubén Mira (guionista de la inefable tira La Nelly), consideraba de una manera muy diferente (e inquietante) el fenómeno, interpretación que hubiera merecido mayor y mejor escucha. Habla allí de una imagen de elector distinto: “Con lo que no coincido para nada es que es un voto castigo, un voto bronca: es un voto deseante, es un voto caliente, es un voto que quiere aventura. ¿Ustedes no quieren ver arder al Banco Central?”, arriesga y desafía. A continuación, un compacto de poco más de dos minutos sin desperdicio:

La entrevista completa puede verse aquí.

Podemos aceptar la tesis de Mira y admitir entonces a un sujeto político deseante, ávido, potente, podrido de expresiones partidarias desvaídas y enunciaciones insípidas que sólo proponen más de lo mismo dentro del mismo sistema. Pero, ¿cómo se constituye entonces ese sujeto político? ¿Y en qué sistema está pensando, si es que imagina alguno?

Empecemos por esto último.

 

El ascenso de la democracia iliberal

El sistema democrático hegemónico, tributario del Modernismo, está crujiendo por todos lados. No sólo en la Argentina, o en la región. En todo el mundo.

Para comenzar, es necesario resaltar la ilusión de uniformidad democrática en la que el modelo estadounidense es impuesto como artículo genuino, aunque el colegio electoral sea una forma de votación indirecta. O para decirlo más crudamente, de voto calificado: se eligen electores que decidirán qué es lo mejor para el país. Como si los sufragistas fueran infantes que necesitan la tutela de mayores. Así, Trump asumió la presidencia a pesar de que Hillary Clinton tuvo casi tres millones de votos más.

En otros países de Europa y del resto del mundo hay monarquías constitucionales; en nuestras republiquetas republicanas cuesta digerirlas como idea de democracia, pero sin embargo son aceptadas y consensuadas en sus territorios. Eso y la bendición de las cátedras bastan para que sean admitidas en el club.

El mismo criterio cultural dominante prescribe que, por ejemplo, en Cuba no hay democracia, pese a que tiene un parlamento de 470 legisladores representando a 11 millones de personas, mientras que, por ejemplo, Argentina tiene 329 representantes (254 diputados y 72 senadores) para 45 millones de personas.

No se trata aquí de defender un sistema u otro: no existe un molde uniforme. Lo que sucede es que Estados Unidos, como potencia dominante, exporta su sistema político asociado a su modelo de negocios, ambos sustentados en el mismo aparato ideológico-publicitario: una especie de franquicia a implantar en territorios colonizados. Se genera una imagen falseada.

Pero esa es otra historia.

Sea cual fuere, el modelo imperante (al menos en Occidente) de democracia está en crisis. En 2018, La Nación publicaba encuestas que daban cuenta de la insatisfacción con la democracia en Latinoamérica: “en las grandes potencias regionales, Brasil y México, es una minoría la cantidad de ciudadanos (34% y 38%, respectivamente) que prefiere la democracia a otros regímenes, incluyendo uno autoritario”.

Para entonces, la noticia de este malestar no era ninguna novedad. Más de veinte años antes, Faared Zakaria publicaba una nota dedicada a perdurar. Ya en ese entonces verificaba que “desde Perú hasta la Autoridad de Palestina, de Sierra Leona a Eslovaquia, de Pakistán a las Filipinas, vemos el ascenso de un fenómeno inquietante en la vida internacional: la democracia iliberal”.

Zakaria basa su premisa en la distinción entre constitucionalismo liberal (elecciones libres, pero también división de poderes y protección de libertades básicas: de expresión, reunión, religión y propiedad) y democracia a secas. El hecho de que ciertas condiciones históricas hayan hecho coincidir el ascenso de uno y otra simultáneamente ha llevado a una identificación ficticia. Son cosas distintas, y lo que es más importante, existe una tensión entre ambas. “El constitucionalismo liberal trata sobre la limitación del poder, la democracia sobre su acumulación y uso. […] El constitucionalismo, tal y como lo entendieron sus máximos exponentes del siglo XVIII, como Montesquieu y Madison, es un complicado sistema de controles y contrapesos diseñado para evitar la acumulación y el abuso de poder”.

Por tanto, democracia no es sinónimo de constitucionalismo liberal. Parece tranquilizante, pero no necesariamente lo es.

Lo otro que también parecería una conclusión complaciente en la nota de Zakaria pero tampoco aplaca los nervios es la constatación de que democracia reñida con garantías constitucionales no es algo original: ha existido a lo largo y a lo ancho de la historia. Entre otros ejemplos inquietantes que cita en aquel lejano 1997 de la publicación, hay uno que resulta revelador: “Incluso un reformista de buena fe como Carlos Menem ha emitido cerca de 300 decretos presidenciales en sus ocho años de mandato, unas tres veces más que todos los presidentes argentinos anteriores juntos, desde 1853.”

El aporte realmente novedoso de Zakaria es el concepto de democracia iliberal, que posteriormente fue desarrollado teóricamente por politólogos y filósofos, y verificado en la práctica por líderes de distintas partes del mundo.

En síntesis, en una democracia iliberal lo único que importa es la legitimidad otorgada por el voto. Todo lo demás (parlamento, instituciones de control, poder judicial independiente, participación de las minorías, mecanismos de impugnación ciudadana) vendría a ser contingente, si no cancelable. Claro que, en ese contexto, la legitimidad otorgada por el voto suele convertirse en un eufemismo.

Lo último para destacar en el madrugador artículo de Zakaria es un vaticinio que sonaba perturbador: “cada vez son más los anacronismos en un mundo de mercados, información y medios de comunicación globales”, refiriéndose a las posiciones conservadoras y retrógradas que ostentaban los regímenes iliberales. Se volverá sobre esto más adelante.

Para que no todo sean pálidas, viene en nuestro auxilio Samuel P. Huntington, que unos años antes había periodizado los avances democráticos en lo que denominó “olas”. Al momento de la publicación de su libro (1991), estábamos transitando la tercera. Y para las dos anteriores, el bueno de Samuel había verificado “contraolas”, momentos de reflujo democrático en los que el autoritarismo volvía a hacer pie.

Tampoco es seguro que este argumento contribuya a aliviar tensiones, habida cuenta que cada uno de esos vaivenes del vals que baila la Historia se lleva puesto algún pedazo de humanidad.

 

El retorno corporativo

Diecisiete años después de la publicación de Zakaria, en 2014, un líder populista conservador como Viktor Orban en Hungría subió la apuesta. Positivó la noción de democracia iliberal y la transformó en proyecto: “La nación húngara no es una simple suma de individuos, sino una comunidad que necesita organizarse, fortalecerse y desarrollarse, y en este sentido, el nuevo Estado que estamos construyendo es un Estado iliberal, un Estado no liberal. No niega valores fundacionales del liberalismo, como la libertad, etc. Pero no hace de esta ideología un elemento central de la organización del Estado, sino que aplica en su lugar un enfoque específico, nacional, particular”.

No se trató de una reflexión perdida en medio de un discurso. Se trató de un discurso completo dirigido a demoler el ideal de la democracia liberal. Ni siquiera pronunciado en Hungría, sino en Rumania, en el Festival Tusványos, encuentro político-cultural de relevancia que se realiza anualmente. Para tener una idea de la repercusión y pregnancia que implicaban tales declaraciones.

Los argumentos esgrimidos por Orban no están alejados del corporativismo más rancio, justificado como una necesidad nacional de cohesionar músculos, juntar codo con codo y concentrar fuerzas para avanzar en grande. No son diferentes de los que se blandieron aquí y allá, en el período de entreguerras, momento de auge de fascismos y nazismos.

Alemania e Italia lo implementaron, pero otras expresiones contemporáneas –la  serie Peaky Blinders mostró el desarrollo del partido nazi en Gran Bretaña, la película Amsterdam en los Estados Unidos; también existieron en Francia y casi todos los países de Europa– planteaban recuperar terreno aprovechando el turbo del corporativismo para eliminar los obstáculos de los “controles y contrapesos” constitucionales y tomar ventaja sobre las evoluciones más lentas que implicaban.

En nuestra región latinoamericana, las ideas corporativas no sólo campearon sino que se impusieron, parcial o completamente, con modelos menos belicosos, en políticas públicas implementadas en las décadas del ’30 y el ’40, tanto en Argentina como en Brasil y México. En estos países, el constitucionalismo era la representación fósil de una sociedad con grandes desigualdades. El corporativismo ofrecía una solución: atenuando el individualismo y organizando la comunidad en segmentos con estructuras jerárquicas piramidales, se aligeraban los conflictos y se impulsaban a un tiempo la industrialización y la promoción social. Para implementar el desarrollo nacional se diseñaron planes quinquenales o sexenales, porque las bondades de la planificación de la economía soviética en términos de resultados también eran evidentes.

Los modelos corporativos no tuvieron el éxito pronosticado. En Europa ya sabemos cómo terminaron: la falta de “controles y contrapesos” fue flagrante, con resultados trágicos. En Latinoamérica su efecto positivo fue transitorio y debido, más que a sus virtudes, a las oportunidades que brindó un mundo en guerra, con potencias centrales debilitadas (y distraídas en el conflicto).

Hoy nadie habla de corporativismo porque es una mala palabra asimilada a totalitarismo, y además porque ya no es necesario. Vivimos en un mundo occidental corporativo de hecho, sólo que existe una única corporación preponderante: la financiera internacional asociada a las industrias tecnológicas. Todos los demás (el resto de las industrias, incluidas la armamentística, la agroganadera y la minero-petrolera; las organizaciones de trabajadores o sociales, etc.) y hasta los Estados, miran de afuera.

 El tiempo desde la Segunda Guerra ha pasado pero las corporaciones son corporaciones al fin, no se puede volver a inventar el agua tibia. Igual que antes, se fastidian con el constitucionalismo, encuentran ahí un freno a su pleno desarrollo.

La diferencia es que antes se buscaba compensar los “controles y contrapesos” con un equilibrio de poder entre las corporaciones, y el Estado como árbitro de última instancia. Ahora no hay equilibrio que establecer, porque la corporación escandalosamente dominante es una sola. El árbitro sobra. O el Estado no es necesario, o el poder financiero mundial deslocalizado por la tecnología se apropia del Estado.

Lo que pasa es que no la ven. El que la vio fue George Orwell cuando escribió 1984.

 

Transiciones

La globalización de las finanzas, el internacionalismo del dinero electrónico, impone una tiranía, un determinismo económico que condena a los países a un lugar dependiente y subalterno, lo que provoca resistencias a nivel local. Se refuerzan así, y resurgen como hongos, los nacionalismos, en reacción a la pérdida de identidad y de autonomía.

De la crisis mundial de las deudas externas en la década de los ’80 para acá, la percepción ciudadana de la debilidad de los partidos tradicionales para revertir la decadencia no ha hecho más que acentuarse. Los gobiernos centristas o socialdemócratas que malamente administraron esa crisis no han hecho otra cosa que resignarse a la fatalidad de lo inmodificable: los países con voluntad propia son inviables, el desarrollo verdaderamente autónomo es imposible, el sometimiento al poder financiero internacional es ineludible.

El tiempo de los nacionalismos de izquierda o centroizquierda, suicidados por su propia impotencia, parece haber pasado. Es la oportunidad de los nacionalismos de derecha, que siempre han sido reaccionarios y conservadores. No ven con malos ojos a la corporación financiera internacional: acaso les gustaría disponer de mayor poder de decisión, posiblemente ansiaran una participación en las ganancias más generosa, pero reconocen lo ineluctable de la posición subordinada. Si la violación es inevitable, rélax y placer. Si no puedes vencerlos, únete a ellos. Lo inevitable no es síntoma de derrota, sino sociedad en la victoria.

Además, los nacionalismos de derecha coinciden con la corporación financiera en una cosa: a ambos les molesta el constitucionalismo. A la corporación financiera, porque estorba los negocios. A los nacionalismos, como cualquier fundamentalismo, porque tensiona la integridad de sus convicciones.

Algunos la tienen más fácil. Igual que en el momento de apogeo del corporativismo, aparecen escenarios de oportunidades. Hay una brecha que aprovechar. Así, nuestro ya familiar Viktor Orban pivotea sobre exigencias y necesidades de la Unión Europea y la otan. Entre la Europa de buenas maneras y el Oso Ruso, recibe de buen grado los euros que financian sus políticas pero critica las resoluciones de Bruselas, y su coqueteo con Rusia y China deviene un recurso contraextorsivo.

A otros se les presenta más complicada. Estados Unidos enfrenta una brecha similar, pero sin beneficios. La transición de poder de Occidente a Oriente es un devenir que se presenta inexorable y que Juan Tokatlian explica bien:

¿Cómo competir con las economías asiáticas, con alto grado de eficiencia sobre la base de gran desarrollo tecnológico, condiciones de trabajo diferentes y una estructura socioeconómica imposible de parangonar con los estándares de Occidente? ¿Cómo igualar en escala a países que tanto en mano de obra como en mercado interno superan los mil millones de personas? ¿De qué manera compensar las asimetrías productivas derivadas de sistemas sociopolíticos y socioculturales diseñados en completa independencia y sobre los que no se puede incidir?

El trumpismo lo interpreta acelerando las desregulaciones y recreando el espíritu xenófobo y de desprecio a las minorías. Recuperar el pasado de grandeza, el orgullo wasp (white, anglo-saxon and protestant). Make America great again. Macanas por el estilo ayudan a que the people trague sapos ilusionándose con un mañana mejor que no llegará. Artilugios para recabar apoyo popular, o al menos distraer, de la tarea de desmontar beneficios sociales y obligaciones estatales para achicar gastos, haciendo caso omiso de reglas molestas y posibles oposiciones. Y para que eso sea posible, ¿quién debe ser el pato de la boda? Nuevamente, el constitucionalismo liberal. Como el uróboro, aquel monstruo mitológico que devoraba su propia cola, el círculo vicioso recomienza.

Uróboro. Fuente: Wikipedia

Para empeorar las cosas, otra transición en evolución continua modifica el tablero permanentemente: la revolución tecnológica.

La informatización de la sociedad ha creado un mundo en espejo, un mundo virtual que replica el real pero con alteraciones significativas.

En los inicios de Internet y durante sus primeros años, las amenazas de regulación de la red por los Estados se cernieron sobre ella como una espada de Damocles.

La bisoña comunidad internauta resistió a imposiciones que limitaran o condicionaran el libre tránsito por el ciberespacio. En nombre de las libertades individuales el ámbito franco de la red fue defendido como una herramienta universal, progresivamente más al alcance de todos. Internet podía ser un medio para el desarrollo heterodoxo, y también un arma de defensa.

Y lo fue. Facilitó accesos a la información y al conocimiento; igualó oportunidades porque la informatización abarató casi todos los procesos que abordó; permitió comunicaciones y vínculos imposibles y acortó lapsos de latencia hasta alcanzar el tiempo real.

Pero no fue un triunfo del pueblo y de la libertad, al menos no únicamente. Como todos los procesos que tienen luces y sombras, quedó en evidencia que la intromisión de los Estados fue bloqueada, principalmente, por los negocios. La circulación electrónica del dinero era el factor decisivo para impedir que gobiernos e instituciones pusieran sus manos en el canal que lo hacía posible. En la virtualidad no son necesarios paraísos fiscales: lo es en sí misma. Si el peligro era que la red permitiera la circulación de ataques a la seguridad, los factores de poder real se encargarían de desarrollar mecanismos de control individual y ciudadano sin afectar esa globalización carente de fronteras nacionales, aduanas y molestias administrativas. Y así lo hicieron.

Cuando las regulaciones empezaron a caer sobre las transacciones circulantes comprobables, el propio desarrollo tecnológico generó la aparición de las criptomonedas. Las posibilidades de escape y fuga de los capitales, sus oportunidades de metamorfosis, mimetismo y camuflaje, se multiplicaron.

La declinación de los Estados nacionales en su autoridad y control de policía se hacía manifiesta. La cartelización del sistema financiero internacional, en estrecha asociación con los megadesarrollos tecnológicos por encima del poder de los gobiernos se volvió tan evidente que el papel subordinado de estos resultó indisimulable. Los gestos institucionales de poder jurisdiccional son, muchas veces, apenas una mascarada para sostener la ficción.

Sobre este debilitamiento estructural de la división política del mundo heredado y conocido, Occidente enfrenta, por su lado, la otra transición anteriormente descrita. Oriente crece a pasos agigantados y de una manera indetenible. El poder está cambiando de manos.

La democracia liberal, aquella de los “controles y contrapesos”, el constitucionalismo del que se estaba tan orgulloso, ya no parece una herramienta útil.

 

Pecados democráticos

Desde los espacios tradicionales de craneación, los pensadores o movimientos capaces de concebir alternativas que reconfiguren dispositivos políticos más allá de la coyuntura, ni han podido reflejar adecuadamente el conjunto de realidades involucradas ni (en consecuencia) imaginar un nuevo marco.

Y es que si en los siglos XVII y XVIII se concebían sistemas aplicables a un territorio y susceptibles de universalizarse, hoy lo que urge es imaginarlos para un contexto global. Parcializar el proyecto, acotarlo a un ámbito local, sólo puede significar un parche, un alivio transitorio.

Las expresiones tradicionales de la política, en ese contexto, se han ido reblandeciendo.

Su fracaso es inherente a la dinámica de sus métodos. Comienza temprano, con las campañas electorales. Prometen lo que es imposible cumplir; aun así, pareciera absurdo que se plantearan lo contrario, el realismo no funciona como propaganda. La mecánica es ofertarle a cada uno lo que quiere oír. El resultado es un ejército de acreedores traicionados.

Y peor aún, la estrategia de buscar complacer al ciudadano sin ofrecer resultados redunda en un electorado malcriado, caprichoso, que cree que todo lo merece por el solo hecho de levantarse por las mañanas y cumplir con sus obligaciones. Opinará de todo con o sin competencia, reclamará disparates aún más irracionales que lo prometido, acicateado por los medios de comunicación que juegan su partido y adulado por la oposición de turno. Nadie denunciará su ignorancia en materia política, nadie le exigirá mayor compromiso intelectual.

A mayor confusión, más posibilidades de manipular a los votantes, hacerlos caer en la trampa emocional del odio, que es la respuesta defensiva al temor. El escritor Gore Vidal, que es insospechable de ideas socializantes, lo dijo en su momento con toda claridad respecto del pueblo americano, pero podría ser cualquier otro: no somos unos idiotas. Estamos intimidados. Intimidados por la desinformación de los medios, la sesgada visión del mundo y los atroces impuestos que subsidian esta permanente máquina de guerra”.

Así funciona la cosa.

Y si de resultas de todo lo anterior la democracia liberal está en crisis, ¿qué espera la izquierda para proponer su reemplazo? ¿Por qué no aprovecha la ocasión? Años y años denunciando la farsa burguesa, la parodia de las instituciones liberales, para terminar defendiendo su legitimidad frente a la embestida de los libertarios y los exégetas del iliberalismo.

La izquierda no divulga nuevos instrumentos políticos –más ecuánimes con las clases desfavorecidas– porque no los tiene en la mochila, en la que sólo parece portar los elementos de supervivencia para el día a día.

Quien sí usufructúa la ocasión es la derecha, que no necesita nuevas herramientas porque incluso las vigentes le resultan demasiado subversivas. El pensamiento conservador busca el refugio del pasado y lo defiende de innovaciones y adelantos que desordenan jerarquías establecidas; los anacronismos pronosticados por Zakaria se hacen realidad con incremento alarmante. Nuevamente lo explica Tokatlian:

Retorno al pasado y a la fe. Occidente mira a Medio Oriente y comprueba los beneficios del integrismo. Es una ventaja de alto rédito, porque un fundamentalista es básicamente un fanático irracional. A Trump y a Bolsonaro le resultaron las iglesias evangélicas. Milei parece inclinarse por el integrismo judío.

 

La elección  de la locura

Es necesario volver ahora sobre la pregunta enunciada al comienzo, cuando se hacía referencia a un elector deseante de Milei: ¿cómo se constituye ese sujeto político?

Se ha descrito un mundo donde el centro del poder mundial transiciona de Occidente a Oriente. Un mundo transformado a su vez por la revolución tecnológica, cuya virtualidad ha afectado a la realidad en su materialidad, poniendo en la picota un andamiaje político-institucional que se creía sólido.

Ambos factores concurren al debilitamiento del constitucionalismo liberal, tanto en la capacidad de respuesta de los gobiernos como en el vigor político de expresiones partidarias. Los partidos declinan a ojos de sus votantes y ya no pueden contar con una clientela cautiva; para seducirlos apelan a ofrecimientos incumplibles, al tiempo que los convierten en una masa inconstante, descreída y tiránica.

La ciudadanía castiga a los partidos por su flojera para dar soluciones, haciéndolos responsables (con relativa justicia) de todos los males y compensando, mediante este ejercicio del poder, el agobio por la enajenación cada vez mayor de su vida y sus decisiones, producto de la inmersión en el mundo virtual.

La inteligencia artificial y el machine learning presentan opciones preseleccionadas que anulan el sano ejercicio del juicio propio; el teletrabajo y la operación a distancia permutan una alienadora disponibilidad 24x7 por la cuestionable comodidad de no moverse del hogar, reduciendo el contacto y la acción conjunta con otros trabajadores y aumentando el tiempo insumido en las redes sociales.

Las redes exigen del mismo modo que el teletrabajo en disponibilidad de respuestas, likes y comentarios, que a su vez determinan reputaciones potencialmente condicionantes de beneficios económicos personales a través de operaciones y transacciones (en Mercado Libre, Uber, Airbnb, etc.) o posibilidades de relacionamiento (Tinder, TikTok, Instagram). Es posible criticar en línea directa a una estrella del fútbol o a un funcionario, pero también se puede ser juzgado en los términos más extremos, crueles o aberrantes por cualquiera. Un mundo de fieras sueltas.

La comunicación en redes, por su parte, se hace fragmentaria, lúdica, sentenciosa, evitando la instancia del debate, para el que tampoco se está debidamente equipado toda vez que la información adolece de las mismas limitantes, cuando no son meras opiniones o fake news.

Como si fuera poco, para acentuar la atmósfera opresiva el calentamiento global envía señales progresivamente más contundentes. Sin embargo, como ranas en agua tibia dentro de una olla al fuego, no hay atisbos de posicionamientos drásticos frente al problema.

Pero paradójicamente, la tecnología también permite instancias de igualación y movilidad social. Con un simple smartphone, haciendo una vaquita entre conocidos y con curiosidad suficiente, se puede operar con criptomonedas desde un barrio carenciado o convertirse en influencer, con rentabilidad y negocios anexos. Informatizando cualquier emprendimiento, por modesto que sea, se puede ganar en productividad y dar saltos cualitativos o de escala. Los tutoriales constituyen el paradójico mundo solidario de la iniciativa individual, la comunicación celular facilita cualquier tráfico, legítimo o ilegítimo. El empoderamiento personal es posible, lo único vedado es desviarse del rumbo y poner en cuestión al sistema.

Todo está atado y asegurado y no parece haber escapatoria; ni siquiera se considera su posibilidad. Slavoj Žižek puede afirmar con argumentos que para la mayoría “es mucho más fácil imaginar el fin de la vida en toda la Tierra que un mucho más modesto cambio radical en el capitalismo.”

Es dable suponer que la fragilidad, el temor al rechazo, la rabia y el miedo derivados de la selva digital activan en el cerebro reptiliano recursos de supervivencia. Esa fuerza reactiva se conjuga con los sentimientos de poderío, agresividad y confrontación estimulados por el mismo entorno psicotizante. Se trate de simpatizantes de derecha o de izquierda, sólo eventualmente se percibirán reacciones racionales. Para enormes segmentos, todo es embanderarse y embarcarse en una lucha a muerte.

Y encima, el empoderamiento otorgado por el ciberespacio genera una pérdida de perspectiva. El mundo virtual es un espejo deformante; en el mundo real hay dolor físico y hambre. Allí no es posible esconderse tras un perfil falso, las diferencias sociales existen y algunos reciben menos dinero del que corresponde a su esfuerzo porque otros lo ganan a sus expensas.

Cuando a esta ensalada confusa de sometimiento y fortaleza personal se le agregan –alentados desde las usinas de “sentido común”– el descreimiento en los sistemas solidarios y las expresiones de resentimiento contra el diferente o el que piensa distinto, se deriva en discursos de odio.

El filósofo francés Eric Sadin asegura que “cuando nadie cree en nada es el origen de la locura”. Emilio Del Guercio, el bajista de Almendra y alma mater de Aquelarre, abona esta tesis con un fundamento desconcertante de su apoyo a Milei: “A pesar que la gente dice que es loco, es el rasgo que más valoro yo. Tener una persona demasiado encorsetada en pensamientos excesivamente normales, nos va a hacer repetir lo mismo de siempre.”

Del Guercio, además de una leyenda del rock nacional, no es un ingenuo; según propia confesión en la misma entrevista militó desde los 17 años en el peronismo “con Galimberti”. Del Guercio tiene todo el derecho del mundo a desilusionarse o a cambiar de manera de pensar, pero hacer una apuesta por la locura es por demás sintomático. Mínimamente no es una opción por la salud mental, pero tampoco es garantía de no repetir errores, ni menos todavía de no incurrir en otros mucho peores. Sadin amplía su concepto focalizando en nuestro país: afirma que en Argentina “la gente es crítica. Quizá haya gente que se haya convertido en tan crítica que enloqueció un poco. Eso es Milei”.

Es el momento de la irracionalidad, aun en aquellos que eran considerados racionales. O del pensamiento mágico.

En El pan de la locura, Carlos Gorostiza escenifica la responsabilidad colectiva en una panadería en la que presumiblemente patrón y empleados están elaborando a sabiendas pan con harina contaminada.

PATRÓN. –Pero todos… habían visto antes esa harina, ¿no es así?

ANTONIO. –Sí. Todos

PATRÓN. –¿Y por qué no hablaron, entonces?

ANTONIO. –Será porque no pensamos. O pensamos (mira el horno) que ahí, en el horno, se arregla todo. (Mira al Patrón) Pero parece que no. Y ahora hay que hablar.

Más tarde o más temprano habrá que hablar, nomás. O actuar.

Telón. O fin, como dice Cadorni.

 

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