El genio español

De qué va esto del reino

A mediados del siglo XV, los reinos de Castilla y Aragón tenían por delante dos tareas: de mínima, conseguir entenderse y conformar una alianza capaz de subordinar a otros reinos ibéricos y católicos menores, encolumnándolos tras la zanahoria de la Reconquista. De máxima, doblegar el poderío musulmán y someter sus territorios a la propia jurisdicción.
El genio español logró el objetivo de máxima. El de mínima, aún sigue pendiente. En pleno siglo XXI, las autonomías todavía arden en su nacionalismo, y vuelta a vuelta hay que seguir sometiendo a palos, según costumbre secular, los amagues de independentismo.
Castilla era entonces el reino más poderoso. ¿De dónde provenía su riqueza? De la venta de merinos a Inglaterra. Un momento feliz en los términos del intercambio les permitía a los grandes señores castellanos ocuparse de la guerra y despreocuparse del resto. ¿Para qué, si las ovejas se reproducían solas, y a lo que parecía eran fuente inagotable de recursos? A nadie se le escapaba que se trataba de una actividad primaria, sin valor agregado, altamente dependiente de condiciones externas (sequías, pestes, guerras), pero en aquel tiempo conceptos como productividad todavía no eran trending topic, así que eso no preocupaba demasiado. Sobre todo, no hacía falta ni trabajar ni organizar el trabajo de otros, algo que siempre repugnó a la nobleza ibérica.
Así que los castellanos eran gente ruda y de a caballo, y no precisamente las luminarias idóneas para administrar un imperio. Los aragoneses, algo más industriosos y cultivados, tenían que irla de segundones. El bueno de Fernando casi siempre debía darle la derecha a la muy católica Isabel, su mujer, dado que, de cortes a cortes, los de Castilla siempre la tenían más larga. Con el tiempo, por fuerza, el carácter de Fernando tuvo que volverse un poquitín retorcido. Las malas lenguas dicen que quien terminaría pagando tal desvío psicológico sería su hija Juana, apodada La Loca.
Pues bien, a Dios rogando y con el mazo dando, según reza el proverbio, los esfuerzos se coronan (verbo irrenunciable para cualquier monarquía que se precie) con una carambola a tres bandas, y el mismo año en que Boabdil llora la pérdida de Granada, los Católicos brindan por el descubrimiento de América. La marcha triunfal se sucede sin solución de continuidad: se pasa de la Reconquista a la Recontraconquista.
El oro empieza a fluir. Y los palos también, en tanto los habitantes del Nuevo Mundo son reacios a dejarse explotar. Así que seguimos en lo de siempre: la guerra y las actividades primarias. Ahora, en lugar de ovejas, que se reproducen solas, se trata de metales preciosos, cuya extracción exige sangre humana. En cualquier caso, nada de agregar valor. A lo bestia, según costumbre. De la mina al barco, y de ahí a la metrópoli. Que la mano de obra se muera por millares, es algo que solucionar a futuro. Por lo pronto, el nuevo continente parece estar superpoblado. En todo caso se irá discutiendo si tienen alma, si son humanos y otras exquisiteces teológicas que no hacen al fondo de la cuestión, pero entretienen cierta propensión a la entelequia inútil.

El imperio donde no se pone el sol (ni el hombro)

Ahora bien: ¿cómo pasar, en un suspiro, de administrar un feudo o un condado (o un reino, si uno se ponía pretencioso) a administrar un país propio recién conformado, y por añadidura un imperio caído del cielo, una gallina de los huevos de oro con la que una intuición primitiva y habilidades adquiridas limitadas lo único que aconsejan hacer es un puchero?
Para colmo de males, España consigue su unidad nacional de manera tardía. En tiempos en los que Francia e Inglaterra ya tenían resuelto el problema de la unidad territorial y administrativa hacía rato, todavía en la península seguían batallando contra árabes y molinos de viento, y abollando cada tanto cabezas de campesinos propios, o de asturianos o navarros que no procesaban bien eso de los primus inter pares y que, sin el beneficio de poder leer aún a Gramsci (o de poder leer, a secas), no habían incorporado el concepto de hegemonía.
El genio español entonces, para consolidar la unión nacional, procedió a expulsar de su territorio a los industriosos y laboriosos musulmanes (los mejores artesanos, arquitectos e ingenieros) y a los judíos (comerciantes duchos y base incipiente de un poder financiero): o sea, los ingredientes fundamentales de lo que podría haber sido una embrionaria burguesía propia. Hala, fuera todos. A estorbar a otra parte.
Y mientras del otro lado de los Pirineos discutían mercantilistas y fisiócratas, y cruzando el Canal de la Mancha el bisabuelo de Adam Smith se estaría iniciando en cálculos complejos, de este lado del charco se seguía en un mundo imaginario de justas caballerescas suspendido sobre una dura realidad de limitadísima producción y altos gastos.
Algo no andaba bien. El oro fluía a raudales, pero en la corte lo veían pasar. Puñetas, entre lo que nos roban los piratas en alta mar y lo que nos sangran las sanguijuelas flamencas, no va quedando nada.
«¿Necesita un adelanto a sola firma y sin garantía? Ud. tiene un préstamo preacordado sin límite». Algo por el estilo deben haber susurrado los banqueros de los Países Bajos, que vendrían a ser algo así como el FMI de entonces, a los oídos reales peninsulares. Precisamente la música que tales oídos querían escuchar. Así que vaya el prestamillo y venga el oro. Ahora que España pinta para potencia mundial, no se puede escatimar en gastos. Y como de costumbre, de trabajar ni hablar, porque, ¿desde cuándo una élite condenada al éxito, flor y nata de la sociedad, se ocupa de lo que pueden hacer otras gentes menos enfocadas en cuestiones trascendentes (y angélicas)?
Alguien debe haber intuido que se necesitaba una solución. Una mirada macro, un CEO, un experto en gestión. Así que acordaron una joint venture con la firma Habsburgo, prestigiada con el know-how imperial, para la cesión de un candidato que pudiera refundar los blasones con el expertise importado de Austria, que por entonces parecía tener los tornillos bien ajustados. El resultado del experimento fue Carlos I de España (y V para el Sacro Imperio Romano. No sé cómo lo llevaría el bueno de Carlos, pero suena como si en España atrasara respecto de sí mismo).
Fue un intento válido, pero no resultó. En una perspectiva histórica, el Sacro Imperio empezaba a ser un rezago decrépito, pero como vamos viendo España no se destacó por una visión política avant la lettre.
Don Carlos no era un burócrata, pero tampoco era un gran rey. En todo caso, sistematizó el desastre, lo cual no deja de ser un mérito organizativo. En el siglo XVI, los Habsburgo llevaban con mano firme el reino a la bancarrota.

El genio en su esplendor

España pagó caro su atraso histórico en la conformación nacional. Esos cien años de desfasaje con Francia a Inglaterra hicieron la diferencia. Claro que el genio español puso lo mejor de sí para resolver el desajuste de la peor manera.
Italia y Alemania, por caso, se integraron nacionalmente mucho después que España. Italia recién lo consiguió con Vittorio Emanuelle II y de la mano de Garibaldi pum, a mediados del siglo XIX. Hasta entonces, la península de los etruscos era un revoltijo inmanejable, con la mitad inferior en manos extranjeras (primero normandos, luego franceses, aragoneses, españoles, austríacos), los Estados Pontificios embarrando consuetudinariamente la cancha y los ¿reinos? ¿ciudades estado? ¿emprendimientos? ¿centros de negocios? del Norte como un archipiélago de intereses en competencia.
Alemania, por su lado, galvanizó la unidad nacional con Bismarck. Un poco más tarde todavía.
El precio del atraso, para Italia y Alemania, fueron los regímenes fascistas, de los que sólo se recuerda su autoritarismo político. Los exégetas de Occidente, los campeones de la libertad, nunca se cansan de hablar del arrasamiento de la democracia por el fascismo. En cambio, suelen hacer la vista gorda sobre su dirigismo económico. Eso llevaría la mirada sobre poderosos empresarios con fuertes (e incómodas) relaciones multilaterales ya que, como se sabe, el capital no tiene bandera. Ni, en el fondo, es democrático nunca, en ninguna parte. Menos, si tiene que quemar etapas, especialmente la llamada de acumulación.
Los fascismos de Hitler y Mussolini observaron con atención los logros asombrosos de la planificación bolchevique en la Rusia soviética, que llevó a la ex tierra de los zares, el país más atrasado (por lejos) de Europa, a ser primera potencia mundial en el lapso de treinta años.
Así que el autoritarismo político no fue gratuito, sino condición necesaria para disciplinar una economía liberal, hacerla progresar de manera acelerada y recuperar los siglos perdidos, las revoluciones industriales no hechas, la organización de un Estado moderno.
El genio español lo resolvió a su manera. Aplicó (tarde) la receta del fascismo. Y en un alarde de creatividad (y también para guardar la continuidad histórica), se trató de un fascismo sorprendentemente improductivo. Un fascismo, según costumbre castiza, de toga y sacristía, que no industrializó, que no produjo nada, que sumió al país en el atraso y el oscurantismo sin ninguna de las bondades que prohijaron los otros fascismos. Aún hoy día pueden palparse, en las susodichas Italia y Alemania, tales bondades, aunque por supuesto muy desmerecidas por la mancha gigantesca de regímenes criminales que provocaron, mínimamente, una guerra mundial.
Convengamos, al menos, que no la provocaron solos: contaron con la colaboración entusiasta del resto del Occidente cristiano colonialista, o sea, de sus compinches del Primer Mundo.

El genio entre nosotros

¿Es posible que en nuestro acervo y cultura remansen vestigios de aquella nobleza ibérica, cuyos restos polvorientos duermen su sueño de siglos? Podría ser.
Algunos hablan de 1400 años, y es un enfoque válido. Para simplificar, limitémonos a contar desde la llegada de los galaicos a estas tierras: son más de 500 años. O sea que tenemos (nuevamente: para simplificar) una historia de instituciones y cultura de 500 y pico de años, no los 200 que la historiografía y el discurso oficial se empeñan, machaconamente y por variados motivos, en acotar.
Antes de que asomara el sol del 25, Argentina arrastraba ya 250 años de usos y costumbres del reino; vicios y contumacias, anomias y molicies. Es mucho tiempo; al menos, para nosotros.
Las culturas se transforman lentamente. Como los ríos, para modificar su curso necesitan de siglos, de una construcción lenta, persistente y sistemática. Siempre hay un légamo residual que permanece en el fondo, y que no se lava fácilmente con la corriente.
Algo de todo aquel pasado español debe haber sedimentado en nuestras clases altas, detentadoras del poder económico, territorial e institucional. Esa tendencia a la actividad primaria, a no preocuparse demasiado por el desarrollo humano, ni tecnológico, ni por la expansión diversificada. Esa vocación por exprimir irracionalmente lo que tenemos, porque total, hay mucho y nunca se va a acabar. Ese desprecio por el recurso humano como una baratija que se usa sin cuidarla, y eventualmente se reemplaza. Esa comodidad pusilánime de considerar que el negocio siempre será alinearse con los más poderosos de afuera y someterse a sus dictámenes comerciales y financieros, y aceptar dócilmente el rol de partner menor, porque finalmente, los que todo lo saben son ellos.
Se dirá que hay excepciones. Seguramente también las hubo en España, pero primó la incompetencia más generalmente repartida para perder la oportunidad de convertirse en el árbitro del mundo. Si es que tal cosa debiera ser codiciable, aunque se descuenta que los amantes del poder sueñan con ella.
De hecho, hubo una segunda oportunidad para España. No tan grandiosa como la primera, hay que decirlo. Digamos que en lugar de una gallina de los huevos de oro, ligaron una cuchara de madera. Y un lugar en la mesa. Lo cual no es despreciable cuando uno está en el piso, comiendo de las migajas que caen.
Fue cuando España ingresó en el último turno a la CEE. Les encomendaron la tarea de gerenciar el negocio de los servicios en Latinoamérica, previo estrangulamiento vía deuda para que convenientemente la canjeen por sus activos. Allá fueron empresas de energía, telefonía y transporte de diferentes países.
No fue muy lucido lo que hicieron, y nadie recordará a las empresas españolas por la calidad del servicio, para no hablar del vaciamiento de Aerolíneas Argentinas por Iberia. Y la ilusión de los popes teutones de que se convirtiera en una plaza de colocación para el Mercado Común sin ser al mismo tiempo un problema se desvaneció al ritmo de las crisis.
Como fuere, al menos España ahora intenta la vía empresarial. No hay más remedio: las ovejas ya no son lo que eran; del hierro y los bosques, que alguna vez fueron sustento del Imperio Romano, no queda casi nada. Y por más leche que se le quiera sacar al turismo, no hay forma de que de él viva todo el país.
Aquí, en cambio, como los recursos todavía son abundantes, la industria sigue siendo algo no muy atractivo. Agrupa a mucha gente y eso siempre trae problemas, reivindicaciones y sindicatos. Claro que también por ese medio se consigue emplear a la gente y que tenga un sustento. Qué paradoja; en fin, sirvámonos otro whisky y dejémoslo para después.
La máxima de hoy es que cada uno se haga cargo de su destino. Total, los dueños de la pelota, los factores de poder, las corporaciones de siempre, tienen el paquete bien atado. Así que, el resto, a amañárselas; lo que, pasado por el tamiz del marketing político, se decanta en la gran zanahoria del momento: el emprendedurismo. La forma moderna de llamar al proverbial rebuscátelas como puedas, y así se limpia el camino. Nada de empleados: proveedores.
Para qué arriesgarse a todas las posibilidades que ofrecen hombres y territorios si con un país chiquito alcanza. Para qué complicarse, si así las cosas están bien. O por lo menos, hay un sector que la sigue pasando bien. Como en los viejos tiempos, ahora no son barcos con oro lo que se despacha, sino ganados, cosechas o mineral bruto. Y como antes también, otros (por el camino o al final del mismo) se quedan con el provecho. De forma tal que, con idéntica ineptitud, una vez más se pierde el futuro.


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