El rastro hasta Santiago Maldonado


Mis bisabuelos llegaron al país en épocas en que los indios todavía eran la encarnación del mal. Paradigma del salvaje, inhumanos, desalmados; traicionaban, saqueaban, incendiaban, violaban, raptaban, asesinaban. Del lado huinca hacían exactamente lo mismo, en mucha mayor proporción y con saña más refinada, pero por un arbitrario imperativo categórico tales actos eran interpretados como acción civilizadora.
Para cuando mis abuelos eran pibes, ya la bestia negra en todo el mundo eran los anarquistas, que asesinaban personas, incluso ancianos, mujeres y niños. La pintura que hacía de ellos la cultura oficial era similar a la del Petiso Orejudo: monstruos ensañados, cebados en sangre,  sin moral ni principios. Todo lo contrario de lo que era un anarquista. Los que disparaban del otro lado, en cambio (los Ramón L. Falcón, por ejemplo, responsable del asesinato de una multitud de manifestantes pacíficos y desarmados en el Día Internacional del Trabajo de 1906 y en el de 1909, a más de represiones obreras a sablazo limpio), aún hoy son próceres cuya memoria se perpetúa en monumentos y calles.
Luego fue el turno de los comunistas. Enemigos número uno del mundo occidental y la democracia. Chivo expiatorio predilecto de conservadores, liberales y peronistas. Los comunistas ya directamente se comían crudos a los bebés. Su objetivo era robarle sus casas y sus pertenencias a toda la población. Eso decía mi abuela, y lo decía convencida y con miedo. Después, cuando con la circular 1.050 de Martínez de Hoz un montón de gente perdió hasta lo que no tenía, ni pestañeó. Se habían quedado sin sus casas y muchas cosas más, y no habían sido los comunistas, pero por alguna razón incomprensible el miedo fue reemplazado primero con estupor, luego con resignación y finalmente con un desencanto lánguido matizado con uno que otro “qué barbaridad”.
Fuera o no miembro oficial del partido, el mero reconocimiento de adhesión al comunismo habilitaba que el sujeto en cuestión fuera secuestrado, golpeado, torturado o asesinado por las fuerzas del orden, en relación a las que, por otro lado, se seguía con la inveterada costumbre de no pedirles rendición de cuentas.
Esto de las fuerzas del orden es interesante, porque, ¿de qué orden? Pero dejémoslo para después.

El aluvión zoológico
Más adelante, y ya acotados al ámbito nacional, fueron los peronistas los apaleados, fusilados, encarcelados, juzgados y condenados. Sin solución de continuidad, porque la cosa empezó a acelerarse, cualquier libertario pasó a ser el objetivo: se sumaron guevaristas, trotskistas, maoístas; pero también existencialistas, sociólogos, psicólogos, científicos, pensadores varios, tuvieran o no preferencias por la lucha armada. Hasta los hippies cayeron en la volteada. Todos fueron apátridas, subversivos, degenerados. Gente sin Dios. Y eso justificaba, en el relato oficial, cualquier exceso o depravación en la represalia, ejecutada por prohombres entregados a la acción que no ponían particular esmero en procedimientos y convenciones si se trataba de defender a la patria.
La acción represiva desplegada durante décadas y posiblemente los escasos talentos para generar propuestas convergentes terminó difuminando a las fuerzas marxistas-leninistas-trotskistas-maoístas-guevaristas en una vía láctea de organizaciones en la que se diluyó desde su peligrosidad hasta su visibilidad como agentes antisistema. Para rellenar el hiato, pasaron a la palestra los narcotraficantes. O mejor dicho, los dealers, camellos y consumidores: los narcos de verdad eran socios de demasiados polícías, jueces y políticos como para ocupar el rincón de los castigos. Aquí y en todas partes. Así que lo de los narcotraficantes no pasó de ser una fantochada que sólo es necesario mencionar para que el cuadro cronológico se complete. De cualquier forma, sirvió para barrer la escoria bajo la alfombra: la gente que se droga o trafica sin procurarse la protección adecuada representa alguna forma de indisciplina; o al menos, de desprolijidad.
El siguiente enemigo público fueron los terroristas. Así, a secas, y por alguna extraña lógica, se infiere que no incluye a terroristas de Estado porque entonces deberíamos hablar de los ejércitos de Israel, Estados Unidos, Francia, Alemania, Gran Bretaña (además de nuestros créditos locales aquí, en Sudamérica), que se reparten entre todos condecoraciones, reconocimientos y honores por masacrar gente. Terroristas a secas, entonces. Que de vez en cuando desparraman atrocidades entre la población civil e indefensa. Exactamente igual que los terroristas de Estado, pero con una frecuencia e intensidad muchísimo menores. ¿Y qué se puede decir de un terrorista? Todo lo que a uno se le ocurra. Es un festín para un funcionario entrevistado o un editorialista de prensa amarilla.

Millennials no consistentemente integrados
Para entonces, ya también existían terroristas digitales. Gente facinerosa que hackeaba sistemas informáticos para sacar a la luz los trapitos más roñosos de toda la política y los negocios a nivel mundial. Ese fue su crimen: mostrarle a todo el mundo el juego que los que juegan en la mesa chica les habían ocultado tramposamente. Aquí se complicaban las acusaciones, pero siempre se puede recurrir al expediente del violador, acosador o cualquier tipo de perversión a mano, delitos cuyo efecto de repugnancia está garantizado. Rápidamente lo pusieron en práctica.
En paralelo, también los ecologistas se convirtieron en peligros sociales. Podían atentar, oponerse o demorar compromisos negociados que implicaban un cierto grado de contaminación o sobreexplotación del medio ambiente, pero que se habían constituido legalmente. Legal no siempre es legítimo y mucho menos razonable, pero esas minucias etimológicas nunca son tomadas en cuenta por los factores de poder, a menos que favorezcan sus intereses. Para esos casos cuentan con abogados, secretarios de juzgado y aún jueces y legisladores que resolverán convenientemente el conflicto. Para los otros, para los que no es necesario más que atenerse a la legislación existente, por absurda o trasnochada que fuere, y hacerla cumplir, disponen de las fuerzas del orden.
¿De qué orden? Bueno, obviamente, de un orden cada vez más chico. Un orden del que no sólo quedan afuera millones y millones de condenados a no ser nunca parte del orden, sino también un listado creciente de disconformes. Y según el círculo de privilegio se va estrechando más y más, las amenazas se multiplican y se hace necesario un control más riguroso, porque cualquier desavenencia social atenta contra los negocios. Además, el mundo se ha convertido en un lugar totalmente visible. Las trapisondas son cada vez más y más inocultables. La información circula y naturalmente hay voluntades contrarias. Bien: los que se opongan (ya no sólo por razones ideológicas, así sea por meras razones morales) serán exiliados.
La larga lista de condenados había comenzado con indios y se fue engrosando con anarquistas, comunistas en todos sus sabores, libertarios, intelectuales que no fueran consistentes, narcos, terroristas (incluyendo la subcategoría de informáticos pero no la de Estado) y, ahora, ecologistas políticamente incorrectos.
Así llegamos al final del camino. Y aquí aparece Santiago Maldonado. Que, por rigurosa causalidad, encuentra que su visión del mundo tiene puntos en común con la de los pueblos originarios. ¿Se acuerdan de los indios, los que iniciaron la cadena de los excomulgados? Acabamos de nombrarlos.
¿Quién era Santiago Maldonado? Era un pibe como cualquiera de nuestros pibes, con sentido de justicia, con confianza en la solidaridad, con tendencia a compadecerse de los que menos tienen y hacer causa común con ellos; con sueños, con distintas vocaciones artísticas y ganas de disfrutar la vida. ¿Era un héroe? No, era un pibe del montón, con buenos y generosos sentimientos. Las circunstancias lo convirtieron en un emblema. ¿Era un guerrillero? No, no era un guerrillero. ¿Era un terrorista? No, no era un terrorista. ¿Era un narcotraficante? No, no era un narcotraficante. ¿Qué era lo que quería? Quería un mundo mejor, un mundo más justo, menos contaminado, con mayor respeto por la tierra y por las personas.
No un guerrillero. No un terrorista. No un narcotraficante. Sólo alguien que pretende vivir en un mundo un poquito mejor. No con grandes causas justicieras, sino con pequeñas justicias alcanzadas en el ámbito pequeño del actuar propio, en solidaridad con los que se tiene cerca.
Vivir en un mundo un poquito mejor. ¿Será eso ser subversivo, hoy en día? Sea o no, alcanza para entrar en la mira de las fuerzas del orden. Y terminar muerto.
Santiago Maldonado era como cualquiera de nuestros pibes. Cualquiera de nuestros pibes estará, de aquí en adelante, tan expuesto y tan vulnerable como él.
Dependerá de nosotros, los mayores, ser la generación garante de la que nos continúa. Y, para no repetir la historia de los setenta, hacer algo más por ellos ahora, no después de que los maten.

Comentarios

  1. Estoy emocionado (conmocionado es mas preciso) como se llega a la misma conclusión desde distintos razonamientos. De ahora en mas estaremos expuestos indudablemente sin motivo alguno.
    No se si acongojarme, o inspirar profundo y aceptar cualquier tipo de represión sin mas... es muy agotador.

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