La tragedia kirchnerista en cinco actos
Quizá sea un ejercicio de
ficción política, pero a mí me gusta pensarlo de esta manera. La Historia de
Argentina es una historia de tragedias, y la que les propongo es una más de una
larga cadena que se inicia allá lejos y hace tiempo, y que no va a concluir. Una
bisagra desgraciada de la historia parió la tragedia en la que hoy están
envueltos los sectores identificados con un proyecto de país independiente e
igualitario.
Por otra parte, sobreabundan hasta
la náusea los análisis sobre el fenómeno macrista y sus maquiavelismos; y
también sobre sus votantes y su resentimiento u odios de clase. Lo cual no está
nada mal, salvo que ya son conocidos de sobra y por lo tanto no aportan
demasiado, más allá de distraer la atención del foco: qué es lo que pasa
internamente en el campo progresista y cuáles son las causas del descalabro
actual.
A los hechos.
Primer acto: lo que no te mata te fortalece
El inicio de esta tragedia que,
como las isabelinas, tiene cinco actos, arranca con el nacimiento de la saga
kirchnerista. Néstor llega incómodo por no poder consolidar en segunda vuelta
un liderazgo que no le deba todo al Cabezón. Con aquel escuálido 22% tuvo que
hacer frente a la finta artera del Turco, que le sacó el cuerpo a la segunda
vuelta, y a ver de qué te disfrazás ahora. El fair play en política no existe; nunca existió, nunca existirá.
Tuvo que manejarse en la
contingencia. Debió ceder más autonomía a la continuidad casi obligada de
Lavagna. Paradójicamente, lejos de convertirse en una debilidad, la necesidad
de sumar para construir se convirtió en la principal virtud de la coyuntura. El
momento de mayor lucidez política fue fruto de la indigencia: la idea de la transversalidad transformó un futuro
incierto en una apuesta audaz, luminosa y absolutamente adecuada, en el momento
de mayor debilidad de los partidos tradicionales.
La sombra de Menem empezaba a
quedar lejos, la nueva estrategia permitía despegarse de Duhalde y dirigentes
de todo tipo y color se subían al proyecto. La intuición política fue
brillante, ¿la implementación lo fue en la misma medida? Es más viejo que la
maldad aquello de que ideas brillantes sobran, lo que no abundan son ejecutores talentosos. Sobre todo, cuando el éxito no depende del genio de
dos o tres, sino de un número creciente de actores a distintos niveles, que
deben mantener claro el rumbo y el posicionamiento, sin marearse por lo efímero
de los triunfos pasajeros.
Segundo acto: la transversalidad acostada
Aquí viene el segundo momento.
¿Por qué fracasó la transversalidad,
o la Concertación Plural, como pomposamente se la llamó? Se había apostado
fuerte a algunas figuras extrapartidarias: entre los de mayor visibilidad, sin
duda, estaban Cobos en la vicepresidencia y Lousteau en el ministerio de
Economía. Más allá de sus dobleces y la inconsistencia antológica de Cleto,
ambos fueron maltratados por la aplanadora kirchnerista. La transversalidad
recién se estrenaba con la asunción de Cristina y a los diez minutos ya le
estaban dando duro con la escofina. El no
positivo fue el clímax de una escalada absurda en su tozudez, además de un
manejo pésimo que causó extrañeza, ya que hasta ahí Néstor había mostrado audacia pero también cálculo en los riesgos y los posibles daños de su accionar. El
gobierno se ocupó de tirar querosene a las llamas en lugar de buscar los canales para
desactivar el conflicto, lo que significó dejarle todo servido en bandeja a esa
gente linda de la Rural, CARBAP y compañía.
Fue la escena inaugural del nudo
trágico en ciernes. La transversalidad
se convirtió en uno de esos recuerdos que uno quisiera borrar, y en medio de un
clima destituyente el golpe de timón obligó al gobierno a recostarse, por
necesidad, en el aparato del PJ. Implosionada la ambiciosa propuesta de
renovación y para no perderlo todo en las elecciones de medio término del 2009,
hubo que volver al redil de lo viejo (y malo) conocido.
De cualquier modo, Néstor actuó
con la determinación y habilidad acostumbradas y luego de mucho rosquear, pudo
hacerse con la jefatura del peronismo. Aunque en las legislativas perdió la
provincia a manos del colorado De Narváez, en el global el gobierno salvó la
ropa, bajando abruptamente del 45% con que había asumido Cristina al 30%.
Allí comienza otra historia.
Tercer acto: la mejor defensa es un buen ataque
El sueño transversal había
quedado atrás. Ahora había que seguir con lo que se tenía. Y todo el gesto de
apertura que se había representado (más allá de la autenticidad o no del mismo:
el peronismo siempre hizo un culto de la hegemonía) no era más que una foto
fuera de foco que se descarta por defectuosa.
Pero no sólo el aspecto formal
fue un mensaje para la sociedad. Finalmente, forma y contenido siempre se
implican. Y eso sin perder de vista, además, que Cristina nunca fue partidaria
de la rosca ni tenía la cintura política de su marido para los armados.
Cristina siempre fue más de blancos y negros. Así, maltrecho, aporreado y
acorralado, el gobierno siguió para adelante.
Como diría Marechal, de los
laberintos se sale por arriba, y una vez más el matrimonio hizo virtud de la
debilidad. Retomaron la iniciativa política, alcanzaron a meter la ley de
medios antes del recambio en las cámaras, lanzaron toda una batería de leyes de
corte social, eyectaron proyectos a diestra y siniestra. La contraofensiva se
había iniciado ya en 2008 con la recuperación de Aerolíneas y los fondos de
jubilaciones y pensiones. Se prolongó con las leyes de asignación universal, matrimonio
igualitario, identidad de género, fertilización asistida; y se coronó con el
rescate de YPF. El Grupo A, ese esperpento coaligado con el que la oposición se
proponía dar el mazazo definitivo a quien ya veían en la lona y listo para el
tiro de gracia, miraba con la mandíbula colgando y sin reacción cómo los exocet
del oficialismo les pasaban por las narices a toda velocidad.
El gobierno radicalizó su posición, considerando el término con todas las
reservas que se consideren pertinentes. Su reacción fue subir la apuesta, fugar
hacia adelante, cambiar la velocidad. Pero fue una reacción instintiva de
supervivencia, no el producto del cálculo mesurado o la planificación teniendo
en cuenta los tiempos políticos y la relación de fuerzas favorable. En medio de
la tormenta, con la manzana rodeada, se pateó el hormiguero y a la mierda con
todo. Eso despertó apasionadas lealtades, pero también originó los primeros
alejamientos de aquellos que no encontraban demasiada lógica política en el
nuevo viraje.
Nada es absoluto así que tampoco
estaría bien pensar que la necesidad de salir del ahogo fue el único factor de
ese renacer. Hubo muchos otros, y muchas voluntades también: todo confluyó para
parir un momento de potencia política increíble, en el que, como el ave fénix,
el gobierno se reconstruyó con redoblada fortaleza desde los escombros. Los
apoteóticos festejos del Bicentenario mostraron que, aún lanzado en una carrera
un poco a ciegas, seguía manteniendo una intuición magistral para interpretar
la sensibilidad popular. Cualquiera hubiera recomendado austeridad y perfil
bajo: ¿qué necesidad de seguir arriesgando gratuitamente con una
celebración que podía limitarse a lo protocolar? El kirchnerismo consideró con
acierto que doscientos años no se cumplen todos los días y que había que tirar
la casa por la ventana. No sólo presupuestariamente: la fuerte concepción
ideológica, la convocatoria artística, los armados monumentales con frases de
todos los libertarios de América, los líderes regionales invitados de honor,
todo dejó bien en claro cuál era la intención pregnante de un evento que debía
quedar en la Historia y ser recordado por generaciones.
Y ahí, cuando –si bien en un
equilibrio inestable– se había recuperado el control del vuelo, se apagó uno de
los motores del avión.
Cuarto acto: la bisagra trágica de la Historia
Quizá ya estaba decidido que
Cristina repitiera otro período, o quizá se iba evaluando minuto a minuto si
era más conveniente tácticamente el regreso de Néstor; en todo caso eran
momentos de jugar a las escondidas y no mostrar las cartas hasta el final. Las
especulaciones iban y venían: que vuelve Néstor, que sigue Cristina. Y se
estaba en ese minué cuando Néstor murió.
Aquí es donde entra la ficción,
porque soy muy ajeno a la intimidad de aquel momento. Veo a una Cristina a
cargo de todo, sin el ya célebre doble
comando que, visto a la distancia, y más allá de las críticas insidiosas
que la prensa opositora cebaba en tal caracterización, era lo mejor y más rico
que tenía el matrimonio en funciones. Había quedado, si no desnuda, al menos
sola y decidiendo, en medio del duelo. Como principal sostén de porte le
quedaba lo que más detestaba: el aparato del PJ y el sindicalismo prebendario y
extorsivo.
Se sucedieron las infinitas
colas y los largos días de velorio. Cristina anunció que no se bajaba del
proyecto. Y entonces se enfrentó a la bisagra trágica de la Historia. Cristina
decide que no va a seguir apoyándose en las estructuras perimidas de siempre.
Quiere, y necesita, una renovación generacional. Por visión de estadista y por convicción,
pero también por incapacidad para la filigrana del toma y daca, el regateo, el
pejoteo con los propios, el pijoteo con los ajenos.
El trabajo político con las
juventudes fue una sana y visionaria preocupación que ya venía trabajando
arduamente el kirchnerismo. Todo proyecto político que se precie necesita
continuidad, y la continuidad se da en el traspaso del testimonio, no en la
perpetuación unipersonal en el poder. Néstor había sido muy claro al respecto,
y su pensamiento ha quedado retratado con toda fidelidad en la película “Al sur
de la frontera”, de Oliver Stone, una obra que se encuentra en Youtube y que es
conveniente revisar:
Cristina queda, entonces, a
cargo de ese legado. Pero se enfrenta a un problema: ¿cómo forjar un recambio
dirigencial en el término de un período? Cuatro años es un plazo muy breve:
¿cómo continuaría el proyecto al final de su segundo mandato? ¿Con qué actores?
¿Cómo empoderarlos y hacerlos protagonistas?
El drama es el de una apuesta a
todo o nada, sin alternativas, con una tropa propia de colaboradores estrechos
muy reducida y una promesa gigante pero sin garantías y sin ningún sustento.
Por otro lado, en un proyecto
que fue pensado para un corto, un mediano y un largo plazo, al momento corriente
correspondía lo que Cristina llamó sintonía
fina. Se trataba de perillar e ir ajustando para profundizar los cambios. Algunos
de los sectores más cercanos habrán interpretado, entonces, que sólo con
incondicionales se podía dar esa batalla.
Cristina decide, una vez más,
patear el tablero. Designa a Boudou como su compañero de fórmula. Y promueve a
La Cámpora, la agrupación de jóvenes liderada por su hijo, a posiciones de
poder. Ello implica descontentos y resentimientos. De las listas de diputados
son bajados candidatos que se consideran a sí mismos números puestos, en virtud
de méritos y servicios prestados, para reemplazarlos por pibes sin mayor
experiencia en la arena parlamentaria.
Las iras más inmediatas fueron
las de Luis D’Elía y Hugo Moyano. Mientras D’Elía protestó y se sintió ofendido
pero terminó alineándose, Moyano, que tenía además aspiraciones presidenciales,
cortó marras y comenzó un acelerado distanciamiento del gobierno, que en un
plazo muy breve lo llevó a encabezar paros generales con argumentos como la
eliminación del impuesto a las Ganancias y, más absurdo aún, “la inseguridad”.
Debe ser un caso único en la historia del movimiento obrero mundial el que se
convoque a un paro general por “la inseguridad”.
Convenientemente, la prensa y el
poder judicial olvidaron todas las causas contra Moyano, que pasó a ser el
abuelito de Heidi.
Después de que Cristina arrasara
en las elecciones, los chicos de La Cámpora también fueron a parar a puestos directivos,
de fuerte significación y poder, en ministerios, secretarías y empresas
estatales. Es indudable que se pisaron muchos callos, de antiguos militantes
que se sintieron caídos en la volteada cuando estaban convencidos, con toda
honestidad, de contar con pergaminos suficientes y válidos para ocupar esos
lugares. En cambio, debían subordinarse a las decisiones de los novatos recién
arribados que, como es presumible e inevitable, deben haber cometido muchos
errores: administrativos, políticos y relacionales.
El malestar interno fue
creciendo y el goteo de dirigentes y militantes disconformes fue ensanchando el
charco de lo que se estaba dilapidando en materia de capital humano.
El gobierno se fue convirtiendo
en un gobierno de militantes, y exigiendo de su base social un comportamiento
de militantes. El problema es que no todo el mundo quiere ser militante. Por mucho
que se enarbole el legalismo de cada acto de gobierno en la gestión de Cristina
(la de Macri, en comparación, parece el de una autocracia centroafricana), la
percepción del ciudadano no embanderado era de un reclamo de excesivo alineamiento
que únicamente podría justificarse por lealtad partidaria. Las restricciones
cambiarias, por ejemplo, eran una excepción de aplicación puntual que no se
podía mantener sin un alto costo político. Del mismo modo, ¿no hubiera ayudado
a una mejor gobernabilidad de la etapa una reducción gradual de los subsidios? Quizá
en lo inmediato se hubiera sufrido, pero acomodaba la situación a mediano plazo.
Lo urgente pareció prevalecer sobre lo importante. Disposiciones que ofrecen beneficios
muy tentadores al entrar, pero de las que después nadie sabe cómo salir.
Los errores se fueron
acumulando, y la sangría de partidarios aumentó. Los medios contrarios, por
supuesto, colaboraron todo lo que pudieron, pero la realidad es que no tuvieron
que esforzarse demasiado: la rigidez y el empecinamiento sólo fueron
funcionales a la galvanización de una oposición desperdigada (y lo que es peor,
de su base social igualmente dispersa) en un bloque compacto que,
apropiadamente fogoneado, mostró un hartazgo exagerado e incoherente pero
explicable (o intuíble) en las presidenciales del 2015.
Quinto acto: a la deriva
El descalabro del 2015 fue fácilmente
atribuible en su mayor parte a Scioli: el candidato era impresentable en todos
los sentidos que puedan imaginarse. Con la derrota, el desbande fue mayúsculo y
todos aquellos que venían tragando saliva y aguantando durante los últimos años
explotaron.
Era bastante lógico. Y no sólo
era lógico, es lo normal –y hasta lo sano– en esas circunstancias. Con Cristina
fuera de la escena, por irreprochable prescindencia autoimpuesta, las facturas
se empezaron a pasar, y las respuestas del núcleo duro kirchnerista encarnado
por La Cámpora fueron defensivas más allá de lo aconsejable. Las acusaciones de
traición fueron el reflejo de la impotencia y la incapacidad para leer adecuadamente
el contexto.
Cristina volvió del sur y en
sucesivos mensajes dio a entender que cedía el liderazgo, y que había que
ensayar una nueva organización, amplia y plural. Todo muy lindo, pero a la hora
de las definiciones el liderazgo siguió retenido dentro del espacio de La
Cámpora, que exhibía a Cristina como su as de espadas, y todo el mundo a alinearse.
No sé cuánto estuvo de acuerdo
Cristina con encabezar la lista y la campaña. Sospecho que hubiera preferido menos
protagonismo, o ejercer el protagonismo desde una segunda línea. Como fuera, el
caso es que lejos de atenderse a su reclamo de ampliar la base de sustentación,
el callejón se sigue estrechando. No se percibe ninguna voluntad por
implementar una metodología nueva de concertación y alianzas. Los ya más que
evidentes encontronazos con todo lo que no sea ese núcleo duro, políticamente
inmaduro y con orejeras no auguran ninguna salida al laberinto. Habría que
tener presente, una vez más, a Marechal.
Colofón
¿Se podía hacer algo distinto?
¿Cuáles hubieran sido los resultados si el eslabonamiento de circunstancias
hubiera permitido otro desarrollo, otras alternativas y otros actores? Hacer historia
contrafáctica no lleva a nada, se sabe, y no pasa de ser melancolía puesta en términos
políticos.
En 2010, contingencias y errores
habían acelerado el proceso más allá de la velocidad máxima recomendable. Se había
recuperado una estabilidad precaria. Y justo en ese momento, todos los planes
de un proyecto que se proponía como una apuesta a veinte años para instalar,
consolidar y profundizar un rumbo y un modelo de país, quedaron abruptamente
truncos. Todo debió reformularse, se alteraron los plazos, cambiaron las
condiciones.
La Historia es así, y todo lo
que hacemos es buscarle lógicas al azar.
Parafraseando a Shakespeare, es
un cuento contado por un idiota, lleno de sonidos y de furia, que no significa
nada.
Como siempre, impecable prosa, muy buena utilización de la forma teatral para contar "La Historia", muy ilustrativa para aquellos que sólo pudimos vivir los últimos años del Kirchnerista, gracias!
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