El tobogán de la historia

 

El espacio kirchnerista está entrando en una fase comprometida, que es la de convertirse en una fuerza reaccionaria.

No se es únicamente reaccionario por defender conscientemente posiciones conservadoras. También se llega a ello hasta de forma involuntaria cuando las acciones propias resultan funcionales a esos intereses. Por acción u omisión, por condición reflexiva o por transitividad, positiva o negativamente, de negligentes o de distraídos, por destilación o por ósmosis, hay muchas maneras de arribar al mismo resultado.

La oposición, que emergió fortalecida de las primarias, no para de robustecerse a cuenta del gracioso presente que el kirchnerismo le prodiga en abundancia y en continuado. Ahora, sin despeinarse, sin mover un pelo, pasaron a convertirse en los garantes del sistema democrático. Les bastó con declaraciones contenidas, de respeto a la investidura presidencial, a la que aseguran sostener y respetar en el marco del normal funcionamiento de las instituciones. Mientras tanto, sacan la silla a la vereda a disfrutar cómo se despedazan sus adversarios en la arena pública, a vista y paciencia de todos. Conforme a la máxima oriental, y si todo sigue así, verán pasar también los cadáveres de sus enemigos.

Se está perdiendo la seriedad por completo, y el sainete resultante no es un espectáculo edificante. El problema ya no son las elecciones de noviembre. La cuestión es cómo seguir después de ellas, sean cuales fueren los resultados.

De nada sirve que los espíritus más cuerdos intenten poner paños fríos porque, inexplicablemente, es como echar nafta al fuego. Cuando conviene que se aquieten las aguas y nadie más haga olas, sale Cristina con su ya a estas alturas tediosa carta para la posteridad.

La centralidad autorreferente de Cristina se va desplazando cada vez más hacia la megalomanía y no hay nadie cerca que sea capaz de sugerirle que cuanto más aclara, más oscurece. Hay momentos en que es necesario valorar el silencio, así como en el fútbol no todo es correr y en ocasiones, según cómo se lea el partido, las pausas valen más que el vértigo.

Pero no. Los de su espacio salen a defender lo indefendible, poniendo cara de póker, como perro al que se lo están culiando. ¿Qué aprietes se le están haciendo a Alberto Fernández? Si es lo más natural del mundo que ante un resultado adverso los funcionarios pongan a disposición la renuncia. Claro, cuarenta y ocho horas después, con montones de cruces y declaraciones en radios, redes y despachos de por medio, y en un movimiento sincronizado de los referentes del kirchnerismo, que además hacen una puesta en escena al darlo a publicidad. Total normalidad. Dale. Somos todos idiotas.

Hay que tomar sin escándalo los dichos de Fernanda Vallejos, porque no son declaraciones públicas sino conversaciones privadas que se filtraron. Pero eso no le quita gravedad a sus conceptos. Afirmar que el presidente es un ocupa o un inquilino es no entender nada de lo que está pasando; es vivir encerrado en un taper, o en una burbuja autocomplaciente en la que la verdad, los votos y el poder de decisión se monopolizan por el sólo hecho de afirmarlo, sin ninguna comprobación necesaria, quedándose con una foto y no con la película que sigue y sigue corriendo. Y para colmo, una foto que ya va virando al sepia.

Aunque difícilmente pueda establecerse alguna analogía ideológica con los Montoneros, ese gesto épico de copar la parada, de amenazar con irse de la plaza, de esto lo arreglamos en la calle si sos guapo, sí traza paralelos con metodologías que, algunos memoriosos lo recordamos bien, son el punto de partida para el desastre.

Ni el kirchnerismo es el montonerismo ni hay un horizonte de dictadura por delante, pero sí un desbarrancamiento que es necesario señalar ahora para revisar, en el futuro, si no fue éste el punto de inflexión de la próxima catástrofe. Ojalá que no, pero los pronósticos no son para nada halagüeños.

Mientras, Cristina sigue perorando en su epopeya imaginaria, creyéndose realmente la encarnación de la historia y carente de todo sentido de la oportunidad, con su cohorte de incondicionales detrás, sin capacidad de elevar una voz crítica, un llamado a la sensatez. Nadie que convoque a la reflexión y a la realidad. Todo conduce a un encapsulamiento en un núcleo cada vez más duro y más reducido, al estilo trotskista vernáculo.

Hemos intentado, hace ya casi cuatro años, analizar en este mismo espacio las razones que llevaron a la dispersión de huestes propias en momentos críticos de su historia (ver La tragedia kirchnerista en cinco actos). Ensayamos entonces una interpretación que explicara el goteo de referentes, que estratégicamente era dañino pero, en su momento, casi inevitable. Para lo de ahora, en cambio, no hay manera de persuadirse.

Nuevamente: el kirchnerismo tiene muy poco que ver, ideológicamente, con el montonerismo. Pero hoy no le vendría mal un Walsh que, en medio de tanto histrionismo mesiánico, pueda introducir una nota de cordura. Aunque es posible que, de concretarse alguna intervención lúcida, su responsable sea, como Walsh en su momento, ignorado por la cúpula.

Una amargura. La saga que iluminó doce años de un gobierno que mayormente restituyó expectativas de un desarrollo nacional autónomo merecía ser coronada por algo mejor que un derrotero decadente.

Es difícil, con las señales que se ofrecen, pero quizá algo todavía pueda hacerse por rescatar sus mejores momentos. Al fin y al cabo, volver es una vocación peronista.

 

 

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