PASO en falso
La oposición, sumando sus listas, se impone con
una ventaja clara sorprendiendo hasta a sus propias huestes, y superando
incluso los pronósticos más pesimistas del oficialismo. Un resultado impensado en
las primarias.
A partir de eso, se disparan las especulaciones
más variadas. Los periodistas están en su salsa y opinadores de toda laya
imaginan escenarios y explicaciones a cual más fantasiosa.
Pero es la coalición gobernante, los medios que
la apoyan y sus partidarios los que muestran una histeria sobreactuada que lo
único que hace es debilitar aún más su posición de cara a las elecciones verdaderas,
las que realmente deciden cargos y mayorías en los legislativos. La oposición,
en cambio, recibe los resultados con mucha más prudencia y realismo.
Es tan irresponsable subestimar la señal que
dejan las primarias como sobreestimarla. Lo último que debería hacer la alianza
en el gobierno es dirimir sus diferencias en este momento y que, en lugar de
cerrar filas, las distintas facciones ensayen pases de factura para primerear
en la ocupación de espacios de poder y decisión.
Los pases de factura, en todo caso, corresponde
hacerlos con la chapa puesta, no en el entretiempo del partido; putearse en el
vestuario no ayuda a jugar mejor el segundo tiempo. Y todavía faltan dos meses
para las elecciones. Los golpes de timón hubieran sido pertinentes antes, quizá;
o después, en todo caso. No parece inteligente elegir este momento para ajustar
tuercas.
Es un razonamiento elemental, pero en la
práctica, por increíble que parezca, sucede lo contrario. Muchas personas
bienpensantes se quejan de la utilización del voto irracional, enfocado en los
peores sentimientos –el resentimiento, el miedo, el egoísmo– y recomendado por
los manuales de marketing político que ilustran a las derechas. Pero en
definitiva se someten a una ley parecida, o argumentan para convencer recurriendo a
las mismas tácticas deplorables, sólo que con signo invertido.
La coalición se conformó en base a una enunciación
feliz de Alberto Fernández, que puso en palabras lo que todo el mundo sospechaba:
con Cristina no alcanza, pero sin Cristina no se puede. Lo más importante de
esa frase es el pero. Podría haberse formulado de manera más escueta: con
Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede. Hubiera sido el comentario
aséptico de un observador objetivo, sin tensión política, sin alma cívica. No
hubiera representado un dilema. El pero agrega la carga de dramatismo que
es necesario actualizar en el momento presente.
La centralidad duplicada de Cristina en aquella
expresión se ha proyectado al plano de la realidad. Los opositores lo han hecho,
porque es un recurso para chicanear sin necesidad de hacer política, tomando
ventaja, según costumbre inveterada, de frases hechas que se instalan como
sentido común: Cristina es quien decide, Alberto es un títere, etc. Eso es
hojarasca, y no interesaría si no tuviera un correlato en las propias filas de
la alianza que gobierna.
Quienes más devota y acríticamente asumen ese
latiguillo fogoneado insistentemente no son los incondicionales de la oposición,
sino buena parte de los que sostienen con su voto y su apoyo al gobierno. El patetismo
de la creencia desemboca en la traición al ajedrez que defendieron para llegar
al poder: una entente en la que los pesos relativos de los distintos componentes
se equilibran por la figura arbitral de quien dirige, en el marco de un sistema
fuertemente presidencialista, que para nuestro bien o nuestro mal nos rige y es
el único que tenemos. En ese contexto, cuestionar la centralidad de las
decisiones del primer mandatario y pretender trasladarla a otras figuras no contempladas
en la organicidad institucional del país es, sencillamente, desquiciarla. Y evocan
la imagen de un golpe palaciego.
Resulta bochornoso escuchar aún el argumento
sostenido por muchos de que el segmento kirchnerista cuenta con una autoridad en
aspectos decisorios del gobierno que se sustenta en el 35% del electorado que supuestamente
representa, cuando el muestreo de las primarias entregó un 31% para el total de
la coalición.
Tal descaminamiento ha llevado a arrinconar al
presidente intentando torcerle el brazo e imponerle un recambio del equipo ministerial,
una modificación en la política económica o un giro de 180 grados en la
estrategia de conducción. Una vez más, a mitad del río. No después de una
derrota que, en términos reales, no se produjo.
No al menos todavía. Aunque con las señales que
se están enviando al electorado en su conjunto, y si todo sigue así, quizá no
haya que descartar.
Las causas presuntas
Se ha interpretado que el voto de las primarias
respondió a un castigo, y desde los sectores críticos dentro de los partidarios
del gobierno se lo atribuyó mayormente a la situación económica: no se habrían
solucionado o mejorado las condiciones paupérrimas que se recibieron, con sueldos
mínimos anclados en míseros 150 dólares.
Quienes esgrimen estas explicaciones pasan por
alto que en 2015, con salarios de 600 dólares, los más altos de Latinoamérica, se
perdieron las elecciones, y no de medio término, sino presidenciales.
Otra cosa que olvidan es que en ese caso las
primarias se ganaron, y con bastante holgura. Nada hacía prever el desastre dos
meses después.
Eso nos lleva al dimensionamiento correcto de
las primarias, donde el electorado experimenta comportamientos diversos, como hace
normalmente cualquier hijo de vecino en un borrador o un ensayo. No
necesariamente los va a reproducir literalmente en las elecciones reales.
En todo caso, no resulta conveniente pasar por
alto ninguna de las dos razones apuntadas anteriormente, pero profundizando el
análisis de los vasos comunicantes entre ambas. La cuestión económica no deja
de ser principal, y en consecuencia puede provocar que el electorado envíe
señales de alerta que deben ser atendidas. Eso no significa que haya que
provocar un zafarrancho a bordo, liberar a lo loco todo el lastre por la borda o
poner en riesgo la navegabilidad de la nave con bandazos contracorriente.
Las causas del voto son multifactoriales, no unívocas.
Hay miles de motivaciones diferentes, situaciones personales alternas, humores
influenciados por coyunturas, climas de época y una larga lista de etcéteras.
Lo que sí es cierto es que el margen de error
se estrecha en proporción inversa al carácter popular del gobierno de turno. ¿Quién
puede dudar que si Macri fuera presidente habría festejado el cumple de la
hechicera, de Antonia y hasta de su perro Balcarce con decenas de invitados que
habrían posado complacidos de salir en tapas de diarios y revistas que festejaran
el evento? ¿A quién escandalizó que en la ciudad de Buenos Aires se entregaran
vacunas a centros de salud privados que priorizaron a sus afiliados en los
turnos de inoculación, casi al mismo tiempo que se estigmatizaba el vacunatorio
VIP de Ginés?
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Dylan: "A mí no me miren. Yo no tengo nada que ver" |
Pero esa distinta vara no es ni una disculpa ni
un atenuante: lo que se hizo mal, se hizo mal. El problema es que esos errores no
pueden servir de excusa para torcer orientaciones de gobierno que por
diferencias tácticas o doctrinarias se quieren modificar. En la provincia de
Buenos Aires, gobernada por el kirchnerismo y bastión peronista, no se
cometieron esos desaciertos, pero sí otros, seguramente, porque los guarismos
de los comicios fueron igual de sorprendentes (y negativos) que para la
circunscripción nacional.
Otra vez volvemos a las múltiples y no siempre transparentes
motivaciones que deciden el voto popular. En cambio, no se ponen de relieve
otras cuestiones:
·
Volviendo
al ejemplo de la provincia de Buenos Aires: se impuso la oposición, pero con la
suma de sus dos candidatos. Individualmente, perdieron por lejos con la aspirante
oficialista. Y luego, para las elecciones, no se sumarán mecánicamente los
votos de ambos en una única colectora. ¿Cómo medir cuántos electores votaron
por uno para que no ganara el otro, como escuché por ahí? ¿Cuántos mantendrán
la misma preferencia cuando se juegue por los puntos? ¿En qué medida se
benefició en volumen de votos la oposición al presentar distintas listas para
que compitan en las primarias?
·
Contrario sensu, ¿por qué la alianza oficialista, con sus notorias diferencias
internas, se presentó con lista única, irritando a muchos sensibilizados con el
síndrome del “dedismo” e invisibilizando los temas de debate interno? Y peor
todavía, si se los ocultó para las primarias, ¿qué sentido tiene hacer
ostensibles esas disparidades ahora, con las elecciones que valen de verdad por
delante?
·
Por
último, también es necesario distinguir el voto castigo del tirón de orejas.
Sería más productivo invertir energía en ahondar ese análisis que en armar
batifondo y agitar las aguas en la superficie.
Los rumbos del gobierno
Resulta un poco grotesco que ahora, abiertamente,
se anuncien estímulos al consumo y se abra subrepticiamente una mano que venía
aflojando recursos a cuentagotas, con la excusa de haber escuchado la voz de
las urnas. ¿Cómo se traduce eso? ¿Van a inyectar dinero en los sectores medios
y bajos porque la gente lo reclama? ¿No sabían desde antes las necesidades que
tenía? Suena a oportunismo un poco inmoral.
Pero aquí no se trata de morales, sean Evos o Gerardos. Lo que resulta inquietante es la posibilidad de cambiar un plan proyectado
en función de resultados electorales. Eso es lo que provoca las mayores
inseguridades y crisis de confianza. Suena a que se puede haber perdido el
norte.
Desde muchos espacios propios se reclama que el
gobierno destine fondos a la asistencia social de los sectores de menores
recursos. Como no lo hace más que de manera muy moderada, agitan el fantasma
del ajuste. Insinúan que un gobierno peronista y un ajuste son incompatibles.
Pero la realidad es que, para distribuir, la
plata tiene que salir de algún lado. Y entre presiones inflacionarias que se
trata de contener, un frente interno de empresarios y productores agropecuarios
poco dispuestos a colaborar y un acuerdo con el sector financiero internacional
todavía por cerrar la apuesta parece ser ir muñequeando para salir de a poco (y
con el sufrimiento mínimo, pero necesario) del atolladero.
Se le puede llamar ajuste o no. Dejaremos eso a
gusto del consumidor, para no embarcarnos en una discusión pajeril.
Lo importante es la relación de fuerzas a
considerar. No hay, como en otras épocas, un frente sindical monolítico y
poderoso. Tampoco muestras de fidelidad de una base partidaria o simpatizante
que le garantice una clientela cautiva a nadie. Hay que cuidar los votos del
centro, pero sin descuidar la fuga ni por izquierda ni por derecha. Esos parecen
ser los dilemas de la gestión.
Se intenta evitar cierres forzados con
acreedores, al estilo de los que en un pasado cercano permitieron que un aparentemente
insignificante 7% nucleado en fondos buitres arruinaran las elecciones del
2015, cuando todo parecía seguro, secuestrando fragatas, acusando al gobierno de
alianzas con el fundamentalismo terrorista y –no sabemos hasta dónde– siendo
partícipes necesarios de la opereta que terminó con la muerte de Nisman.
Alberto Fernández parece preferir que todo se cierre mediante acuerdos, tomen el tiempo que tomen, y no
con pretendidas imposiciones de arremetida que luego se vuelven contra. Porque si al final se
termina perdiendo el poder, todo el esfuerzo fue al pedo: viene el contrario y termina
pagando hasta lo que no le piden.
En el mismo sentido, aparenta eludir la encerrona
en una matriz productiva limitada a la pequeña y mediana empresa por bloqueo de
los grandes jugadores de la economía, para no repetir el escenario de ahogo de
los últimos años del gobierno de Cristina, en los que la economía argentina no
creció, pese al voluntarismo desplegado, por el peso muerto que oponían
industriales y exportadores, enemigos declarados (e irreconciliables). Lo cual
resultaba una aberración, porque el peronismo es, básicamente, capitalista.
Podrá ser un capitalismo nacional, distribucionista, bonapartista, con rostro
humano o lo que se quiera, pero capitalismo al fin.
La amenaza de la derecha
Para terminar de complejizar el ambiente, o
debilitar los baluartes propios, se presenta una ofensiva de derechas
desaforadas y antisistema que influyen más negativamente aún en el electorado.
No es un fenómeno local, por otro lado. Por
especiales que nos sintamos, no podemos escapar al momento mundial.
Tampoco es extraño, porque si durante más de
cien años la democracia formal-burguesa favoreció el clima de negocios, hoy los
estorba. Las barreras nacionales, las legislaciones y los gravámenes locales resultan
rémoras provincianas para los capitales globalizados; en consecuencia, abogan por una prédica libertaria, que la única libertad que
entienden –e intentan naturalizar– es la del dinero.
Se inclinan, por lo tanto, por todo tipo de
negocio especulativo al margen de cualquier regulación. El artículo genuino, en
ese campo, son las criptomonedas. Pero también lo integran el comercio
electrónico a nivel planetario, los servicios internacionales puerta a puerta y
las deslocaciones fabriles. Saltando de tal forma por encima de cualquier
frontera, encuentran natural la pregunta: ¿para qué sirven los Estados?
Por supuesto, es un interrogante de fácil
resolución sólo para quienes son un Estado en sí mismo y en consecuencia
necesitan manejarse según sus propias leyes. Pero como todo el resto de los
mortales no sólo necesitamos del Estado sino que también padecemos su
burocracia, sus injusticias y sus indiferencias, es fácil construir un discurso
incendiario a favor de arrasar toda idea de comunidad organizada (justicialista
o no).
Es un terreno que viene madurando hace tiempo
en el imaginario colectivo. Comenzó hace mucho con la entonces aparentemente
inocua moda de los libros de autoayuda, con su énfasis en la superación
personal, el camino propio y el individualismo. “Todo lo que necesitas es
desearlo con intensidad, y trabajar en ello hasta conseguirlo”, pontificaban. Ya
sabemos en lo que terminó, mucho más acá: “si sucede, conviene”. No es posible
determinar en qué momento la conveniencia se convirtió en un valor absoluto.
Por otro lado, la revolución tecnológica no
sólo arrastró a la liberalización de los mercados financieros. También generó
nuevos modelos de negocio, y hasta de relacionamientos humanos. Todo se
transformó de una manera vertiginosa y desbocada.
Para ponerle la frutilla a la torta, cuando las
luminarias de Occidente advirtieron cuánto garpaban, en términos políticos, los
fundamentalismos y el fanatismo religioso, concluyeron que no podían perder la
oportunidad de capitalizar para sí semejante activo potencial. Y empezaron a
bombear a lo loco soporte financiero hacia las iglesias evangélicas, hasta
liberar una hidra de mil cabezas descontrolada.
Así que el panorama no puede ser, hoy, más
irracional. Intentar reflexionar en términos moderados constituye la verdadera
utopía del momento, no importa demasiado con quién se hable, porque la guerra
caótica se ha vuelto una vocación militante y la verdad fue reemplazada por la
posverdad, que es mucho más confortable, otorga sentido de pertenencia y, sobre
todo, admite cualquier grado de ignorancia. Ya no es necesario esforzarse por saber
nada para discutir.
En este contexto se hará lo que se pueda. Es
necesario intentar, de cualquier manera, hacerse oír. También escuchar. Entender
los matices fundantes, definitivos, de una insignificante conjunción
adversativa como pero, que podrá ser adversativa pero antes que eso es conjunción,
ligando dos partes, obligando a una convivencia entre diversos.
Y después seguir para adelante, a como dé
lugar.
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