Motosierra cerebral

En 1975, durante el gobierno de Isabel Perón, mi tía, que por entonces vivía en Estados Unidos, refería la vergüenza que experimentaba cuando le consultaban sobre si la presidenta de su país de verdad era una ex bataclana. Algo similar me pasa a mí; más allá de las ideas, Milei y su entorno abochornan por lo impresentable.

En ambos casos, posiblemente se trate de una pacatería culturosa. En lo que me toca, incluso trasnochada: hoy el mundo está cada vez menos regido por estadistas y más por personajes mediáticos, que funcionan como mascarón de proa de un complejo entramado de intereses.

Falta ver en escena cuánto del personaje desaforado, en ocasiones desopilante y en otras escandaloso (pero siempre polémico) se mantiene. Y en qué medida la cohorte fantasmal que lo rodeó hasta ahora no es reemplazada por profesionales suficientemente probados en la práctica. Ya no hay tiempo, como cuando Aranguren era ministro de Energía de Macri, para anunciar alegremente que “estamos aprendiendo sobre la marcha”.

Hasta ahora el teorema de Baglini, según el cual el grado de responsabilidad de un candidato es directamente proporcional a su cercanía al poder, se ha comprobado irrefutable, como tempranamente lo recordaba el comentario editorial de La Nación del 20 de septiembre.

El énfasis y la espectacularidad de muchos anuncios persiguieron el escándalo para impactar y monopolizar la atención, colocando al candidato en el centro del debate de manera recurrente. En ese sentido, todo fue cosecha: desde el mercado de órganos hasta las conversaciones con perros, vivos o muertos, pasando por los agravios al Papa, el sexo tántrico, la privatización de las calles y los insultos prodigados a mansalva. Pero lo cierto es que muchas de sus propuestas han sido vagas, cuando no contradictorias. En todo caso, siempre expresadas en contextos en los que nadie se preocupaba por cuestionarlas o profundizar su análisis.

Cháchara de campaña, al fin y al cabo. Milei, finalmente, puede resultar mucho más predecible y explicable que lo imaginado: primarización de la economía, privatización del subsuelo, alineamiento con grandes capitales, desregulaciones, recorte fiscal; la receta completa. Lo que realmente resulta un dilema a desentrañar son los motivos que llevaron a casi el 56% de la población a elegir un modelo que sólo va a beneficiar a unos pocos.

 

Qué tienen los pobres en la cabeza

Mayra Arena cobró notoriedad con una charla TEDx que ya se convirtió en un clásico, y que tituló de esa manera. Es una de las que, dentro del peronismo y sin el predicamento que sería deseable, se preocupa por tomar el pulso de lo que pasa con las clases populares, en los barrios pobres; qué es lo que sienten y vivencian.

Mayra Arena y la pregunta del millón. Fuente: Youtube.com

Y es lo que realmente hace falta desentrañar. Porque las clases alta y media ya se sabe, pero, ¿por qué los pobres votarían a su verdugo?

La primera razón es obvia, y es que el peronismo desperdició este mandato como si le sobrara algo. Como si hubiera olvidado que hasta que Cristina sacó a Alberto de la galera no se tenía ninguna perspectiva ganadora frente a la reelección de Macri, a pesar de lo desastroso que había sido su gobierno.

La cuestión es que se ganó y Alberto no resultó estar a la altura de las circunstancias. ¿Qué se hace entonces, si se tiene al frente del gobierno a alguien que no da la talla? Se lo apuntala por los cuatro costados, todo lo que se puede. Bueno, no: se preocuparon por esmerilarlo desde el minuto cero. ¿Qué podía salir mal?

La segunda razón es un trabajo de muy largo aliento, cuyos resultados cosecha Milei pero que viene de mucho más lejos: la prédica sostenida a nivel mundial que desde la década del ’60 vienen imponiendo las usinas del pensamiento liberal y que, necesario es reconocerlo, le han encontrado el agujero al mate para renovar el discurso y hacerlo atractivo al consumidor llano; mientras que, en la vereda de enfrente, después de Keynes no hubo casi más nada, ni en novedades de relevancia ni en sistematicidad orgánica para desarrollarlas como un continuo evolutivo.

La horizontalidad relativa que propició el estado de bienestar hasta mediados de la década del ’70 habilitó accesos y recursos a disposición de casi cualquier persona que se sintiera con derechos a dar un paso más. La sociedad del conocimiento los potenció, luego la tecnología los volvió exponenciales. Los ejemplos de startups que arrancaron en el garaje de la casa familiar se multiplicaron.

Mucho más tarde vinieron las criptomonedas; cualquiera puede convertirse en broker y ganar dinero sin mover un dedo. La amoralidad de hacerse millonario sin saber de dónde proviene esa riqueza, o quiénes la producen, o a quiénes se les sustrae, pasó a ser parte del sentido común.

Y antes que eso aparecieron las redes, que destruyen los lazos sociales.

 

Espejito, espejito

Las redes son, básicamente, un espacio autocelebratorio. Se busca aprobación de los demás, pero se trata también de una herramienta de marketing personal, donde se suplican o negocian suscripciones y likes, y con ello tráfico, visibilidad, influencia. En las redes la conversación es, en realidad, con uno mismo, en la más completa soledad.

La fantasía mayoritaria es ganar dinero por la presencia en las redes. Pero también hacerse famoso y conseguir reconocimiento, para fortalecer autoestimas y halagar inseguridades.

El resultado es el individualismo absoluto, que encaja como anillo al dedo con el discurso liberal.

En adelante, cada uno irá por las suyas. La solidaridad se limita a dar limosna en el semáforo o encontrarle hogar a un perrito abandonado. Para poder dar lástima en serio hay que aparecer en las redes: nadie se conmueve, aún por el cuadro más desgarrador, si sólo se lo cruza en la vereda.

Ese individualismo de las redes permite ser quien se desee. Un perfil falso o embellecido, creado en un celular con la pantalla rota en veinte pedazos, habilita la fuga de la pobreza para habitar un mundo virtual de iguales en donde todos valen lo mismo, o al menos se puede simular eficientemente valer lo mismo. No sólo eso: también se puede hablar con quien se quiera. Es posible mandar un tweet a la cuenta oficial de Taylor Swift. No importa si quien responde es un community manager, un telemarketer de redes o un boot.

Este es el mundo roto en el que vivimos, de individuos desconectados, reunidos virtualmente en guetos que se refuerzan en sus convicciones, sin espacio para el intercambio, sin contacto con otras culturas. Escuchando las cuatro consignas que se repiten en orden cerrado. Una reedición de La Guerra del Fuego en nuestros días.

En Argentina, el 85% de los hogares tiene conexión fija a Internet. Sólo en abril de este año había 59 millones de celulares activos, y en marzo se contabilizaban 120 líneas de celulares cada 100 habitantes.

En estos días se escuchó hasta el hartazgo el argumento del voto “desesperado” del “50% de los argentinos sumidos en la pobreza”. Volviendo a Mayra Arena, y coincidiendo con ella, esos números resultan relativos: no se mide adecuadamente enormes segmentos de la población que se mueven y desarrollan en la economía informal. El gobierno en esto tampoco se ha mostrado capaz. Faltó refinar esos indicadores, que así presentados resultan funcionales tanto a la derecha como a la izquierda.

No se puede dudar de la miseria de enormes bolsones de población, pero tampoco de un consumo intensísimo en los sectores medios y bajos. Consumos de todo tipo: de alimentos y bebidas, pero también diversiones, turismo, espectáculos, ropa, eventos deportivos que no son baratos, dentro y fuera del país.

Atribuir el 56% obtenido por Milei a esa presunta pobreza podría traducirse en un error de diagnóstico para seguir buscando soluciones en el lugar equivocado.

 

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