Finíshela con el populismo, de una vez por todas


Pocas categorías de análisis político son tan difusas, tan poco rigurosas y por eso mismo tan utilizadas para todo como la de populismo. No digo mal utilizada simplemente porque no hay forma de utilizarla bien. El populismo es la muchacha para todo servicio de las ciencias políticas.
El populismo sirve para casi todo, porque no define casi nada. No se sabe exactamente qué es, más allá de un entretenimiento académico para eruditos; se habla de populismo de izquierda, de derecha y de centro, de neo-populismos, de populismos radicales y posiblemente dentro de poco se hable de pos-populismos. Representa, según los autores que lo abordan, conceptos tan disímiles como un estilo, una estrategia, una ideología o un discurso. Se comenzó a usar a mediados del siglo pasado para caracterizar experiencias políticas que quebraban las tradiciones liberales de democracia restringida, especialmente en Latinoamérica: Vargas en Brasil, Perón en Argentina, Cárdenas en México, etc. Algo así como una bolsa en la que se podía meter procesos con muchas o ninguna cosa en común, pero que coincidían en incorporar sujetos políticos hasta ese momento ausentes, que eran las mayorías populares.
Marx, que tenía otro rigor científico, supo hablar en su momento de bonapartismo, concepto que merece, a más de ciento cincuenta años de su enunciación, alguna cepillada. De cualquier modo, conserva parte de su eficacia. Pero, ¿populismo?
Como elemento de análisis, queda dicho, el concepto era flojo, pero en fin. En su momento sirvió a una élite intelectual para identificar liderazgos disruptivos, que perturbaban el statu quo y a los que, por molicie retórica o por necesidad y urgencia, no supieron encuadrar mejor. Ahora que esos nuevos sujetos, las mayorías, están incorporados definitivamente a la vida política, al menos en Latinoamérica, ¿a qué seguir intentando distraer con una pseudocategoría que huele a naftalina? A menos que no se tenga otra cosa que decir. Oiga: si usted se queda sin argumentos en medio de una discusión política, evádase con elegancia acusando a la contraparte de populista. Lo más posible es que consiga una momentánea confusión para fugar discretamente. En el peor de los casos, se enfrascará en una nueva controversia acerca del criterio empleado para abordar tan espinosa cuestión. Usted ya estará a la refrescante sombra de las ambigüedades y definitivamente a salvo de tener que defender alguna posición más o menos sustancial.
Total, remítase a cualquier definición de las que se han aventurado para precisar el término populismo. Verá que la mayoría de las características señaladas son aplicables más o menos a cualquier gobierno. Sólo se necesita la amplitud de miras necesaria para no ceñirse obcecadamente al preconcepto con tufillo oligárquico que encierra la expresión desde su génesis.

Las tijeras del señor Sebreli

Recientemente, en un reportaje concedido al diario La Nación (http://www.lanacion.com.ar/2099847-juan-jose-sebreli-si-se-pierde-esta-oportunidad-vuelve-seguro-el-populismo-mas-acerrimo), Juan José Sebreli vuelve con mala fortuna y peor puntería sobre el tema. Otra vez a agitar el fantasma que recorre el mundo: el fantasma del populismo. Finíshela, maestro; basta con esa pavada.
Sebreli, desde su más alta torre, no se conecta con el mundo. Aduce que eso responde a su carácter de ensimismado. Divide al mundo entre ensimismados y alterados. Los alterados vendrían a ser los que necesitan estar todo el tiempo comunicados con otros. ¿Algo malo en eso? Para nada. El tema es que una persona ensimismada no debería fiarse al cien por ciento de las conclusiones que saca sobre el mundo y la realidad. Un poco de empirismo no viene mal. Por aquello de la comprobación, ¿no?
Habla de la violencia que se vio en el Congreso en diciembre de 2017, con las manifestaciones contra la reforma previsional, y se nota que no tiene ni puta idea. Es lo que vio por la tele. “Había que defender el Congreso para que pudiera sesionar”, dice. “Si las hordas entraban, ese día se terminaba la democracia”. Y según él, la violencia de los años ’70 comenzó con los Montoneros. Es de suponer que se pasó las décadas del ’50 y’60 estudiando marxismo.
Este intelectual, que se reconoce formado en la tradición hegeliana y marxista, coqueteó en su momento con el peronismo: los memoriosos recordamos su picante Tercer mundo, mito burgués, un empeñoso intento de analizar la turbulenta bisagra histórica de la primera mitad de los setenta. Alentado por esa lectura, leí más tarde Los deseos imaginarios del peronismo, en el que tomaba distancia de sus anteriores posiciones con una mirada filosa, digna de consideración, sobre los peores aspectos del movimiento, si bien resultaba algo perturbador el abuso en la cirugía de recorte sobre declaraciones y conferencias de Perón hasta conseguir una edición completa de su pensamiento. Casi un discurso nuevo: un Perón de bolsillo versión Sebreli.
En El asedio a la modernidad reivindicó rabiosamente la tradición racionalista y confrontó cualquier relativismo cultural con un absolutismo occidental. Ya para entonces adscribía ciegamente al europeísmo, sobre el que hoy vuelve a insistir: “Mi modelo de político es Felipe González o la socialdemocracia alemana”. Menudos ejemplos.
Y ahí se termina mi lectura de Sebreli, más allá de reportajes y declaraciones, así que reconozco mis agujeros en su bibliografía. De cualquier manera, algo resulta evidente, por lo menos para mí.
Hace cuarenta años que Sebreli deriva lentamente hacia la derecha y sólo lo admite a regañadientes: ahora por lo menos se reconoce como un liberal de izquierda. A la izquierda de qué, cabría preguntarse. Pero en fin, se reivindica demócrata; el salón es grande, que se ubique donde quiera.
Para Sebreli, en todo caso, como para otros alineados en el mismo pensamiento desde Fukuyama, ahora no hay izquierdas ni derechas, la disyuntiva es entre democracia y populismo. No sé en qué se apoya para hacer tal afirmación; que yo sepa, sigue habiendo muchos pobres y pocos ricos, con intereses no sólo contrapuestos sino excluyentes, y eso crea una situación de hecho. Posiblemente a Sebreli, que toda la vida vivió en Barrio Norte, se le haya pasado por alto el detalle.
Como sea, parece que la cuestión es combatir al populismo. Pero Sebreli lo ve complicado ya que “la mayoría de los argentinos son populistas. Aún sin saberlo. ¡Aún dentro de Cambiemos!”. Y Bergoglio es enemigo de Macri porque Bergoglio es “lo más populista de la Iglesia Católica”. Lo dicho: el populismo se aplica a cualquier cosa. Pero además, si es una característica tan consustanciada con el ser nacional, lo que fuere que Sebreli llama populismo quizá sea una modalidad más auténtica de nuestros procesos sociopolíticos que la socialdemocracia. Quizá sería más simple que Sebreli, en lugar de hacerse tantos embrollos con lo insolucionable, se instalara tranquilamente en la Alemania de Merkel y dejara de hacerse malasangre con esa gente ni buena ni mala sino incorregible, al decir de Borges.
La idea que Sebreli se formó de los movimientos populares ha quedado esclerosada en una fotografía color sepia. Lo cual es disculpable en un sujeto de 87 años que ha superado con éxito un ACV y aún continúa activo. De cualquier modo, los intelectuales, así como los jueces, deberían jubilarse a cierta edad. Ni éstos están en condiciones de impartir justicia ni aquéllos pueden hacer otra cosa que transmitir su propia confusión al resto.
Sebreli y otros intelectuales de salón: dejaos de joder con el maltratado populismo de una puta vez. Es necesario deconstruir el paradigma populismo o democracia por ausencia de uno de sus términos: populismo no existe, sólo nos queda democracia. Lo que nos lleva a una cuestión mucho más interesante.

¿Democracia? ¿Qué democracia?

Vayamos al grano, entonces, y reventémoslo. Despejada la incógnita en la ecuación, sólo queda democracia, y ése es un problema que pasa por la propaganda de masas. El capitalismo trabajaba persistente, cotidianamente, en su identificación con la democracia. Y esa construcción de sentido tiene buenos resultados, ya que hoy se ha naturalizado que capitalismo y democracia son sinónimos. Sin embargo, nada parece tan antagónico. Ahí hay un paradigma mucho más rico, de verdad.
¿Qué puede tener de democrático, en esencia, un sistema que privilegia el interés individual sobre el colectivo? ¿En qué se basa el capitalismo sino en la competencia con los pares, y en la ventaja que se pueda obtener sobre ellos? El capitalismo no es democrático en esencia, sino todo lo contrario. El capitalismo debió devenir en democracia porque no tuvo más remedio, y ése no fue un proceso sencillo ni breve. Hicieron falta todas las revoluciones y reacciones sangrientas del siglo XIX para estabilizar el sistema y que no explotara por los aires. La democracia fue la solución de compromiso que tuvo que asumir el capitalismo para evitar un estado de guerra social permanente que hubiera inmovilizado la producción. Y lo hizo con el auxilio del pensamiento liberal, que era profundamente humanista si lo comparamos con el actual pensamiento neoliberal.
Veamos, si no, lo que dice un neoliberal de fuste, un tipo como Donald Trump: “Muchos te dirán que un buen trato es uno en el que todos ganan. Patrañas. En un buen trato, tú ganas y el otro no. Aplastas a tu oponente y te vas habiendo conseguido algo mejor”. Y esto no se filtró livianamente en una entrevista, o en un relato en off ventilado a posteriori. No, esto lo escribió de su puño y letra en su libro Think big. Y no es que Trump sea una monstruo sui generis. Analicen la mayor parte de la publicidad que ensalza y estimula el modelo de consumo: “Que tu auto sea más grande que el de tu vecino”; “que tus amigas te envidien”; “con estas zapatillas vas a ganar”. Tomá ventaja de lo que sea. Que se joda el otro y que lo tuyo sea lo único importante.
¿En qué punto se toca este este modelo de pensamiento con un sistema democrático, basado en el consenso y la cooperación para el logro de objetivos comunes? En nada. Ahora bien, nadie duda de que Estados Unidos es el molde de la democracia, a pesar de que su presidente, el mismo Trump de tan democrático pensamiento, fue ungido por un colegio electoral que burló la voluntad de la mayoría electora, que había concedido a su contrincante en los comicios dos millones más de votos. ¿Qué clase de democracia es esa?
Argentina tiene 44 millones de habitantes y 329 parlamentarios, contando ambas cámaras: un representante cada 134.000 habitantes. Cuba tiene 11 millones de habitantes y casi el doble de diputados, 612; uno cada 18.000. ¿Por qué, para mucha gente, Argentina es una democracia y Cuba no? ¿En cuál de ambos casos se verifica una representatividad más consistente? Son nociones construidas a fuerza de repetición, de machacar día tras día los mismos latiguillos con método a falta de razones, hasta investir a las falacias más desvergonzadas de una apariencia de verdad.
La democracia es un concepto muy amplio. Hay casi tantos modelos de democracia como de países. Sin embargo, para el imaginario colectivo forjado por los formadores de opinión, los medios y los detentadores de la cultura, los únicos faros que nos guían son los de Estados Unidos y la Europa Occidental. Y por añadidura, con sus estructuras económicas y sociales concomitantes.
En esto, como en lo de populismo, hay una enorme hojarasca y casi nada de fundamento. Es necesario poner en la picota cada concepto adquirido, cada ladrillo con los que uno cree que está edificado. No es extraño descubrir que no hay nada sólido allí, que con frecuencia es una mera acumulación acrítica de eslóganes, frases hechas y mentiras, en las que se confía porque se las ha escuchado repetir hasta el hartazgo a gente considerada importante. ¿Por quién? Bueno, precisamente por los que están interesados en que todos se sigan tragando el cuento.
Ahora La Nación tiene la desvergüenza de utilizar a un anciano decrépito y nonagenario, y presentarlo como “el reconocido intelectual” (sin aclarar “que fue en otros tiempos”, que es lo que correspondería si fueran más honestos con sus lectores). De halagar su vanidad un poco y, mientras el hombre divaga, frotarse las manos con la validación que hace, una vez más, del eterno relato consagrado por la historia oficial, sobre democracias impolutas encabezadas por profesionales liberales, diligentes administradores de países detenidos en el tiempo, con pueblos obedientes y sumisos que saben acatar y obedecer los designios de las altas esferas.


Comentarios

  1. Comentado, en otros ambitos (perdon no me funcionan las teclas de acentos ni enies). Su comentario dentro de Mister Sebreli

    "Sebreli y otros intelectuales de salón: dejaos de joder con el maltratado populismo de una puta vez. Es necesario deconstruir el paradigma populismo o democracia por ausencia de uno de sus términos: populismo no existe, sólo nos queda democracia. "

    Es sencillamente una apreciacion estupenda! cuantos arboles salvarian su existencia evitandonos con literatura absurda en "amariyos pasquines"

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    1. No sólo nos ahorraríamos árboles, también distracciones improductivas, que a veces vienen en sesudos formatos de 120.000 palabras ordenadas en capítulos y parágrafos. Pensar que en su momento Sebreli escribió "Buenos Aires, vida cotidiana y alienación". Casi una profecía autocumplida.

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