La mierda en la que estamos
La
introducción al cuento capitalista se puede resumir en diez breves líneas: la
negociación es inherente al capitalismo, y eso es lo que lo hace más apto y
adaptado a la democracia. El mercado sería ese gran foro o ágora en donde se
dirimen diferencias por la mera exposición y oposición de virtudes y defectos.
Su dependencia del progreso técnico y de la mejora del rendimiento lo hizo
adelantar desde las prácticas toscas, salvajes e inhumanas de explotación durante
la primera revolución industrial hasta las formas racionales del derecho del
trabajo actuales. Fue la continua y sostenida valorización del recurso humano
como activo clave lo que obró, mecánicamente, el ascenso de la calidad de vida.
Por tanto, y en esa línea de evolución, es dable esperar un futuro de
permanente, promisorio e inevitable perfeccionamiento del sistema. Esta es la
fábula.
La mala
noticia es que ni el mercado es transparente, ni su mano es invisible, ni
tampoco es la condición aséptica de laboratorio la que lo caracteriza. Y por
añadidura, en su espíritu, nada se ubica más en las antípodas de la democracia
que el capitalismo.
Obviemos lo
referente a transparencias, invisibilidades y asepsias cuya falacia resulta
demasiado evidente: no hay nada más opaco, manipulado y contaminado que el
mercado. Vayamos pues directamente a lo último: el capitalismo no es
democrático. No puede ser de otra manera, porque mientras la democracia es el
gobierno del pueblo, y el pueblo es el conjunto de ciudadanos, el capitalismo
consiste en la obtención del mayor lucro posible en términos individuales.
El mercado
entonces no es el ágora en donde se dirimen civilizadamente las diferencias,
sino la arena en donde sobreviven los que triunfan a fuerza de astucia, falta
de escrúpulos y tenacidad.
Si la
democracia apunta al aplanamiento de las diferencias socioeconómicas en términos
de derecho ciudadano, el mercado enfatiza y profundiza esas mismas diferencias:
a mejor condición socioeconómica, mayores ventajas y beneficios, y viceversa.
Lo sabe cualquiera que tiene una tarjeta de crédito.
La democracia
es el ámbito de la suma negociada de intereses individuales para la
construcción del bien común, lo colectivo; el capitalismo es la resta de
intereses rivales para el encumbramiento del propio.
En términos
democráticos, eficiencia es abarcar a todos. En términos capitalistas,
eficiencia es fortalecer la propia posición eliminando a los competidores.
Menuda
maniobra de manipulación ideológica es necesaria para asimilar el capitalismo a
la democracia. Sin embargo, fue la obra de mentes preclaras que tuvieron la
ingenua corazonada de que el capitalismo llegaría a absorberse en el espíritu
del liberalismo político. Nada de eso. En cambio, el liberalismo político fue vaciado
y reformulado por el capitalismo en beneficio propio.
En descargo
de Jefferson, Montesquieu y otros burlados, ellos a lo sumo podían sospechar y alertar
sobre la mezquindad e influencia de los hombres de negocios, pero no podían
adivinar el futuro. Y menos que menos, este
futuro.
El
capitalismo se apropió de esa tradición liberal, una vez vaciada, para
legitimarse. De paso cañazo, se apropió de la democracia. Se es democrático si
se es capitalista. Si se es capitalista, se es democrático.
Bueno, no es
así; más bien todo lo contrario. A mayor volumen de capitalismo, menor capacidad
democrática. Que no le engañen argucias que buscan confundir maliciosamente eficiencia
institucional con democracia: los países europeos pueden parecer muy finos pero
son tan plutocráticos como Estados Unidos, y también allí son las corporaciones
las que mueven los hilos. Para no hablar de la gran tradición imperialista que
ha modelado al mundo subdesarrollado como un inagotable yacimiento sustentador de
la calidad de vida de los eurociudadanos, en desmedro del hambre y la sed de
buena parte de la población mundial. Curiosa idea de la democracia.
Interludio con fondo de bombas
Pero, ¿cómo
el viejo cuento de los tres ositos, el liberalismo, el capitalismo y la
democracia, se ha consolidado en piedra basal de toda la construcción de
sentido occidental?
Montado sobre
el prestigio originario de iluministas y teóricos liberales, el capitalismo libró
sus primeras batallas contra el incipiente socialismo del siglo XIX. Con
habilidad supo adaptarse a las innovaciones técnicas y presentar los cambios resultantes
en los sistemas de producción como concesiones a los trabajadores, lo que a un
tiempo le proporcionaba un rostro humano y le permitía seguir manejando la
agenda democrática. Su voracidad sin límites lo llevó a situaciones suicidas en
dos guerras mundiales. La primera permitió que se instalara la inaugural
experiencia socialista soviética. La segunda, su consolidación.
En este punto
se produce un clivaje en la lógica capitalista: es necesario introducir cierta
dirección en la economía, y por lo tanto en el mercado, para reconstruir lo
deshecho y para contener lo que se avecina como una expansión del socialismo a
partir de una inocultable mejora de la calidad de vida del conjunto de la
población. El keynesianismo y el estado de bienestar serán las herramientas
para enfrentar el mundo bipolar y mantener el equilibrio.
En la década
del ’70, justo cuando ya se ha completado sobradamente la reconstrucción de
Europa y la acumulación de cargas fiscales por las décadas gloriosas empiezan a
convertir en fatigoso y molesto el estado de bienestar, tiene lugar la crisis
del petróleo, y en medio del pánico se produce el milagro: inmensas masas de
capitales generados en Medio Oriente son volcados al sistema financiero internacional.
Como en los siglos XVI y XVII, cuando el capital en ascenso se encuentra con la
descomunal riqueza en metálico extraída de América, tesoro que financiará la
producción en gran escala; nuevamente el sistema tropieza con fortunas
fabulosas caídas del cielo. Todo lo que se había temido perder a manos de los
jeques árabes había vuelto mansamente a engordar las cajas a través de la banca
suiza y otros paraísos financieros. El propio gran capital no podría haberlo
hecho mejor. Los cucos de apenas ayer se habían convertido en socios.
Con esa
inmensa masa de recursos entre manos, urgía darle utilidad. Lo primero era
ponerlo a hacer cría: conejos y dinero se reproducen a velocidad pasmosa. Consecuentemente,
América Latina y el resto del tercer mundo-subdesarrollado-en vías de
desarrollo-emergente fueron inundados de préstamos que fluían con alegre prodigalidad
desde los centros financieros, y que serían el reaseguro de un
autofinanciamiento eterno para las economías centrales. Lo segundo, y el
objetivo principal, fue repotenciar al capitalismo para pasar a la ofensiva
demoledora contra una economía soviética estancada. “Liberar a las fuerzas del
mercado” fue el slogan de moda para justificar la desregulación financiera y la
supresión de impuestos que pudieran ser traba para los negocios. Enormes
fortunas irrumpieron en la escena mundial para desestabilizar los equilibrios
macro de los bloques antagónicos y arrollar el exhausto aparato productivo
soviético. Lo lograron en poco tiempo y la URSS pasó al recuerdo.
Dos
consecuencias se hicieron evidentes con la entronización del neoliberalismo:
por un lado, un capitalismo codicioso y rapaz, despojado de las características
humanistas del período previo, había quedado a cargo del mundo. El zorro al
cuidado del gallinero. Por otro, el desplazamiento hacia el sector bancario y
financiero del motor de negocios, rompiendo el equilibrio entre los dos pilares
tradicionales del sistema, el bursátil y el productivo.
En paralelo,
la revolución digital permitió la globalización y el flujo deslocalizado de
todo tipo de activos. Las grandes corporaciones acumularon más riqueza,
recursos y poder que muchos países. El patrimonio de algunas empresas hoy es
superior al total de las deudas soberanas de algunos Estados, con lo cual, en
teoría, podrían comprarlos; algo cien por ciento consistente con la lógica
capitalista. Sólo que a nadie se le ocurre hacerlo porque es un mal negocio:
¿para qué hacerse cargo de un territorio, su población y sus deudas, cuando es
posible aprovecharse de su legislación, expoliarlo, explotarlo y, llegado el
caso, extorsionarlo con la condena a la miseria en caso de retirarse a otro
país que ofrezca posibilidades de ganancias mayores? Los poderes
transnacionales ponen así en jaque el concepto de Estado-nación.
Como el costo
de producción es menor en las áreas marginales, y el recurso humano más
abundante y más barato, los aparatos productivos se trasladan a los márgenes de
Occidente: especialmente el Lejano Oriente, pero también los suburbios
latinoamericanos y africanos. Rápidamente el Lejano Oriente se consolida en un
polo independiente, con el que se puede negociar pero al que es difícil
someter. Y que, progresivamente, se hace con el control de la producción
mundial: ¿ustedes ya no están interesados en producir? Déjennos a nosotros.
Entre ambos está Medio Oriente, sentado sobre sus barriles de petróleo, y por
tanto convenientemente convertido en zona de disputa y devastación.
Si los países
centrales de Occidente no producen, o producen muy por debajo de sus
necesidades, y si el centro excluyente de los negocios es el área de servicios financieros,
que no produce nada y no crea bienes de consumo o intercambio; si la única
fuente de generación de riquezas es la propia moneda, que se alimenta de más
moneda sin dar nada en reciprocidad ni transformar materia prima alguna para
multiplicar la actividad económica; si la misma dinámica acumulativa centrípeta
lleva a una concentración más y más estrecha de las ganancias en pocas manos,
resulta cada vez más arduo fingir que la democracia es el formato adecuado para
el ejercicio del poder en la actualidad.
En la medida
en que la riqueza se concentra y el extractivismo monetario arruina a los
países y a sus poblaciones, el divorcio entre democracia y capitalismo se hace
cada vez más evidente porque no es posible conciliar una representatividad
genuina de los intereses ciudadanos con el sistemático deterioro de la calidad
de vida, la progresiva pauperización de vastos sectores y, en definitiva, el saqueo
y achicamiento de la economía.
Si la
expectativa de crecimiento se va desinflando, si la realidad sólo ofrece un
camino de regresión, el ideario liberal que legitimaba el discurso capitalista,
y que ya había sido sofocado hasta la esterilidad, se vuelve primero
insuficiente y luego inútil. La zanahoria de la igualdad de oportunidades y las
posibilidades de progreso personal ya no funcionan. Y como la guerra sigue
siendo lucrativa, pero en cambio las dictaduras militares estorban los
negocios, es necesario mantener el statu
quo con nuevas herramientas.
Democracia no, circo sí
La fiebre de
timba del sistema financiero, en el que riquezas desmesuradas se pueden ganar o
perder sin producir ni un alfiler y en un segundo, por un simple cambio de
humor de inversores y especuladores, genera una voracidad constante por
ganancias incrementales.
Como esas
ganancias ficticias tienen que salir de algún lado, y no hay producción suficiente
para satisfacerlas, el dinero saldrá de los activos de la sociedad, como los
recursos naturales y los bienes públicos a privatizar; y de sus reservas y
contribuciones: los sistemas de jubilaciones y pensiones, de salud, de
educación, de cobertura social; los impuestos, el transporte, los servicios
básicos.
El problema
es que la exacción continua va liquidando en el camino a los pocos que producen
riqueza. Y con cada unidad productiva que se cierra más y más personas quedan
fuera del sistema. Con lo cual la carga recae en los que quedan dentro, que
deben ser exprimidos más duramente, lo que reinicia la eliminación de actores
en un baile de la silla despiadado. Por ese camino, poblaciones enteras, y
luego provincias, y luego países son arrojados más allá de los márgenes. Se los
denomina entonces inviables.
Siendo así, es
necesario crear una situación nueva, en donde la democracia se mantenga sólo
como apariencia, mediante la perpetuación del rito comicial. Más allá de esta
formalidad, casi todas las instituciones democráticas necesitarán ser
violentadas hasta la pérdida completa del espíritu con el que fueron creadas.
El
dispositivo apuntará a cooptar entonces los poderes superestructurales permanentes:
uno del Estado, el Poder Judicial; otro privado, los medios de comunicación; y
un tercero anfibio, los servicios de inteligencia disponibles, orgánicos o no
que, como se sabe, también son impermeables a los cambios de gestión. Entre los
tres colaborarán solidariamente a la construcción de sentido común de la
sociedad. El Poder Judicial, otorgando certificado de legalidad; los otros dos,
mediante las técnicas que les son habituales a ambos: instalando noticias
falsas, difundiendo rumores equívocos, manipulando la información. En una
palabra: desinformando.
Paralelamente,
se deprime el acervo formativo de la sociedad, desde el sistema educativo hasta
las formas espontáneas de expresión cultural o artística, asumiendo así el
Estado, de facto, una suerte de monopolio, control y censura sobre las formas
más profundas de formación de conciencia popular, decidiendo qué y quiénes van
a tener espacio y financiamiento, en tanto se comprueben o no funcionales.
El resultado
esperado es una población desorientada, desinformada, bombardeada por una
publicidad engañosa, sin referencias claras de otra ética personal que no sea la
del beneficio propio, en lo posible patrimonial, a cualquier costo. La
incertidumbre por el deterioro en la calidad de vida y el pánico asociado concurren
a la conveniente psicosis del sálvese quien pueda.
En caso de
contar, a pesar de todo, con ciudadanos rebeldes, lúcidos o maulas, se cuenta
con el recurso adicional del fraude electoral, una vieja reliquia que parecía
erradicada pero que se ha desempolvado y vuelto a poner en funciones. Y
eventualmente, la instrumentación de un golpe blando mediante un proceso
judicial amañado, o la persecución y encarcelamiento de opositores políticos
por los mismos medios.
¿Es grave, doctor?
La
consecuencia es que vivimos actualmente en un Estado policíaco totalitario cada
vez más inquietantemente parecido a las distopías imaginadas en el siglo pasado
por las mentes calenturientas de Huxley, Orwell o Burgess.
Cualquier
liberal del siglo XIX se desmayaría al ver el avance y control del Estado sobre
los individuos, su poder de censura sobre actividades y manifestaciones; la
prensa convertida en herramienta de los poderosos; el avasallamiento a la
libertad de movimientos, de tráfico o de consumo. Apenas repuesto de su
desmayo, vomitaría sobre el término neoliberal,
que insulta y pisotea toda tradición libertaria, liberal o no, para designar lo
que con mayor propiedad debería denominarse neoconservadurismo
o neocapitalismo.
El aparato de
poder se consolida pasando por encima de todas las garantías constitucionales,
en bloque.
Estamos en la
misma mierda. En este punto, la ficción de una democracia capitalista es
insostenible.
¿Vamos a
morir? No más que antes de tomar conciencia de esta realidad. El margen de
maniobra es limitado, pero nunca nulo. Por lo pronto, y como punto de partida,
es necesario extraer el chip que nos han implantado desde chiquitos.
El capitalismo no es lo menos malo que nos
puede pasar: el capitalismo es lo peor que nos está pasando.
Ha entrado en
un ritmo de aceleración en la acumulación de ganancia en el que ya nada
importa, y menos que nada la preservación del planeta y el futuro de las
generaciones. Está fumándose todos los puchos juntos, precipitándonos en un
holocausto a la vez ambiental y humano sin salida a la vista.
Pero en
cualquier caso, estamos sobreviviendo, y algo hay que hacer. Empezar a pensar
las cosas desde el principio y asumir una posición, por humilde que sea, no es
poco.
Como al poder
le convienen las oposiciones binarias, le dirán que si Ud. no es partidario del
capitalismo es porque es comunista. A Ud. eso no debe preocuparle. Ni siquiera
debería interesarse por averiguar si lo es o no lo es, o si es alguna otra
cosa.
Lo importante
es que tenga en claro, contra todo lo aprendido y marcado a fuego desde la
cuna, que el capitalismo es nefasto y que nos está llevando a la aniquilación.
Notas relacionadas:
Un análisi lúcido y bien vertebrado para que dejemos de complicarnos con argucias intelectuales: empecemos eliminando de la ecuación los términoa que nos van a llevar a un mal resultado. La defensa del capitalismo es el primero que tenemos que borrar de nuestro ideario.
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