#MeToo, Moi non plus

 

La mano MeToo, Gainsbourg y Birkin
Fuentes: La izquierda diario 27/07/2023/elmundo.es 02/04/2008

Esta es una historia larga y enredada. Requiere de mucha atención.

Pero también es muy entretenida. Empieza así:

 

Chip y el ángel

En 1967 Chip Taylor, hermano de Jon Voight (y por lo tanto tío en potencia de una todavía nonata Angelina Jolie), escucha Ruby Tuesday, el hit de los Rolling Stones de ese momento:

Es un tema melancólico de adiós a una muchacha innombrable, inalcanzable e inatrapable. Se dijo que Keith Richards lo compuso como despedida a Linda Keith, una modelo inglesa de buena familia que pasó de groupie de la banda a ser su pareja. Linda siguió de largo con las drogas y se tomó en serio aquello de “rolling stone”, según lo que refiere el tema de Bob Dylan. Parece ser que por entonces a Richards ese tipo de situaciones le generaban cargos de conciencia y contactó al padre de Linda para que cruzara el Atlántico (el grupo estaba de gira en USA) y la rescatara.

Antes de repatriarse, Linda descubrió a Jimi Hendrix en un boliche de segunda categoría de Manhattan donde el superguitarrista de Seattle era un desconocido que se las rebuscaba sin demasiado éxito. La chica dejó a Richards, instaló a Jimi en su departamento, se convirtió en su amante y convenció a Chas Chandler de que había encontrado una perla. Chas Chandler era el bajista de The Animals: la banda acababa de disolverse y él estaba por comenzar su carrera de productor. Chas fue a escuchar a Jimi. Viajaron los tres juntos a Londres y el resto es lo que se conoce de Hendrix. Linda ocupa un módico lugar en la historia de la cultura: por inspirar el tema de los Stones y por su papel nada desdeñable en el surgimiento de uno de los mitos del rock.

Regresando al principio, Chip Taylor se conmueve con Ruby Tuesday y su retrato de una incipiente mujer hippie de la era de Acuario. Compone entonces Angel of the morning. La canción profundiza el espíritu libre de la anterior, contrario a las convenciones sociales esclerosadas y a las hipocresías respecto al sexo fuera del matrimonio, y lo hace desde una pureza total: otorga a la protagonista de la historia la voz, la primera persona de la enunciación, apoyada en una base de tres acordes mayores en ostinato que dan a la melodía a la vez simpleza, alegría y ternura. La chica propone a su acompañante un encuentro sexual sin compromiso; ninguna opinión masculina se insinúa, ni tampoco parece ser considerada necesaria. Para mayor escándalo, la chica de la canción no sólo libera a su compañero de toda responsabilidad sino que enfatiza la actitud eludiendo dar su nombre, y todo parece indicar que es menor de edad (“I’m old enough to face the dawn”).

Por alguna estrambótica razón se pensó en Connie Francis para interpretarla: su estilo no daba ni por las tapas con el tema, y además ya tenía 30 años y una imagen de cantante familiera. Por suerte, Connie no quiso poner en juego su reputación comercial con un mensaje que encontraba demasiado audaz, anche procaz. El lanzamiento tampoco tuvo suerte con las versiones realizadas por la neoyorquina Evie Sands y –cruzando el charco sin dificultad, como había pasado con Ruby Tuesday en un sentido y con Hendrix en otro– la británica Billie Davis. Problemas financieros de los sellos y divulgación tímida (¿acaso temerosa del riesgo que implicaba lo atrevido de la letra? Imaginemos lo osado del mensaje, en una época en que resultaba bastante desafiante She's leaving home, de Los Beatles) frustraron estos intentos.

El despegue definitivo llegaría con Merrilee Rush al año siguiente, en 1968. Merrilee, al igual que Hendrix, era de Seattle, casi una provinciana que iniciaba su camino en el rhyhtm and blues orientado al pop. Con 23 años, una belleza despejada y una voz interesante era el vehículo apropiado para encarnar a la heroína del tema, y la canción fue un éxito, llegando al puesto 7 del Billboard de USA, y el 1 en varios otros países.

Pese a que en Youtube pueden encontrarse registros audiovisuales de versiones tempranas del tema, como la ya mencionada de la británica Billie Davis (apropiadamente vestida con un jumper estudiantil) y la de P. P. Arnold, parece no existir una grabación completa y en buen estado de quien hizo triunfar la canción. Merrilee, a estas alturas una abuelita piola, aún concede entrevistas y mantiene una cuenta muy activa en Facebook, y ni allí puede encontrarse otro registro que no sea un pastiche armado con lo que se tenía, e intervenido con versiones más recientes:

También hay una versión subtitulada.

La pregnancia del tema se comprueba en los múltiples intérpretes que la registraron, entre otros Nina Simone y los Guys and Dolls, siendo inexplicable por qué la entonan los integrantes masculinos del grupo. Aunque sin duda la que volvió a romperla fue Juice Newton en 1981, llegando al 4 del Billboard de USA y ventas récord, y todavía volvieron a grabarlo The Pretenders en 1994, Jill Johnson en 2009 y Twiggy, que dejando atrás su esquelético pasado devino cantante, en 2011. Pero claro, en todas estas versiones la letra había perdido el impacto y la potencia del momento en que surgió. También su inclusión en la banda sonora de películas y series (Charlie Wilson’s war, en donde Emily Blunt canta un par de versos; The Blacklist, Deadpool, Friends, Leap Year, etc.) da cuenta de su vigencia hasta hoy.

 

Gainsbourg en busca de intérprete

En aquel mismo 1967 en que nacía Angel of the morning, pero (nuevamente) del otro lado del Atlántico, Serge Gainsbourg vivía un calenturiento encuentro amoroso con Brigitte Bardot, algo así como el romance de la diosa celeste con el hombre elefante (Paris Match lo pone en términos un poco más crudos: la chica más bella del mundo y "el hombre con cabeza de repollo"). La leyenda cuenta que la blonda pidió al arrepollado que le escribiera la canción de amor más hermosa y es de suponer que, dada la circunstancia, el tipo estaba en el momento de decir que sí a todo.

Je t’aime, moi non plus (Te amo, yo tampoco) arranca con un ostinato muy similar a Angel of…, aunque en su versión original está enmascarada en un continuo de órgano al estilo Procol Harum, que en ese momento la estaba gastando con A whiter shade of pale (Con su blanca palidez). La línea melódica también es muy simple y la estructura poética resuena como un mantra, con las mismas frases que se repiten en movimiento de vaivén que, en definitiva, es el del encuentro sexual. La letra iba más allá: con similar honestidad que Angel of…, pero de manera mucho más radical, planteaba la gratuidad del sexo sin necesidad del amor. Las voces son tanto de Gainsbourg como de Bardot, y la inclusión de jadeos orgásmicos terminó de convertir al tema en una bomba atómica.

Bardot y Gainsbourg: juntos son dinamita. Fuente: Paris Match 18/01/2022

Apenas se emitió algunas veces por radio y estalló el escándalo. El fato discurría de querusa y Bardot estaba casada con el playboy multimillonario Gunther Sachs. Se le embarraba la cancha, así que cortó el romance con Gainsbourg y le pidió que no lanzara la grabación, que por lo tanto no se publicó. Bardot ya era para entonces una mujer hecha, pero un remanente de su imagen de niña arisca, de enfant terrible, permanecía en el imaginario colectivo. Su estilo desaliñado y su actitud desafiante –en un rostro provocativo e infantil a un tiempo– la habían lanzado a la estratósfera del mito erótico diez años antes, provocando una polémica de aceptación y rechazo. En defensa de lo que representaba salieron banderas incuestionables del feminismo de fin de los ‘50, como Simone de Beauvoir y Marguerite Duras.

De Beauvoir publicó por entonces (1959) un artículo titulado precisamente Brigitte Bardot y el síndrome Lolita, en referencia a la novela de Nabokov, que “se ocupa de las relaciones de un hombre de cuarenta años y una «ninfómana» de doce”. En su visión, Bardot era “el espécimen más perfecto de estas ninfas ambiguas”, y la leyenda urdida por la publicidad “la ha identificado durante mucho tiempo con este personaje infantil y perturbador”.

La Duras, por su lado y por la misma época, en la nota La reina Bardot festejaba la belleza de la naturalidad auténtica. “Es hermosa como una mujer, pero prensible como un niño”. Duras sabía de qué hablaba: muchos años después sacudirá la moral francesa con la publicación de El amante, relato autobiográfico de su iniciación sexual a los 15 años: integrante de una familia francesa empobrecida, toma como amante a un hombre chino de familia rica, de 27 años, en la Indochina que aún era colonia de Francia. La plena conciencia de la miseria, las necesidades económicas, el coqueteo, el despertar de la sexualidad, el papel del dinero en el vínculo y la voluntad y el deseo de exponerse a una relación en la que podía ser fácilmente descartada, acentúan la adultez de las decisiones a tan corta edad.

El espíritu Lolita propio de esos años (Lolita sería llevada al cine muy pronto, en 1962, nada menos que por Stanley Kubrick) podía ser visto con escándalo, y hasta censurado en defensa de cierta moralidad, pero no en los términos de condena delictual en los que se lo cataloga hoy. En su texto, Simone de Beauvoir cita el caso de Roger Vadim –que se apresta a filmar Relaciones peligrosas, el clásico literario de Choderlos de Laclos sobre la corrupción moral en la Francia del siglo XVIII–, indicando que reclutó para uno de los papeles “a una niña de catorce años. La niña-mujer está triunfando, y no sólo en las películas”. La chica en cuestión era Gillian Hills, efectivamente de catorce años entonces. Es necesario retener el nombre de Gillian Hills, porque aparecerá más adelante. Ya se advirtió que la historia es enredada.

En cuanto a Roger Vadim, la referencia de De Beauvoir no es azarosa ya que fue el primer esposo de Bardot y quien la lanzó a la fama con Y Dios creó a la mujer.

La escena icónica de Y Dios creó a la mujer

Vadim creó la imagen salvaje de Bardot y, según De Beauvoir, “la pintó como ingenua hasta el absurdo”. La conoció cuando BB tenía quince años y él veintiuno. Se casaron cuando ella cumplió los dieciocho, pero para entonces ya arrastraba dos abortos siendo menor de edad y en las precarias condiciones semiclandestinas de entonces. El segundo fue tan riesgoso que cuando quedó embarazada de su segundo marido (Jacques Charrier, de quien se separó rápidamente) no hubo profesional que tomara la responsabilidad y así nació su único hijo, que fue criado por la familia paterna ya que ella renunció a una maternidad que nunca deseó ni reclamó. Bardot atravesó toda la década del ‘60 como una eterna descarriada, creando un estilo propio de belleza alejado de los cánones de elegancia, acumulando romances y matrimonios, haciendo desplantes a periodistas y personalidades, caprichosa e irreverente pero irreductiblemente genuina.

Ahora es necesario regresar a Gainsbourg, aunque sin perder de vista del todo a Vadim tampoco. Esto es como una mamushka, o una historia de Las mil y una noches.

Gainsbourg se queda sin amante, sin intérprete y con el problema de Je t’aime, moi non plus lista y sin estrenar. Con el termo cargado, por decirlo de una vez. Para solucionarlo necesita resolver la cuestión previa: hallar una intérprete. Intentó con Marianne Faithfull, por entonces pareja de Mick Jagger, y con la actriz Valerie Lagrange, que se había lanzado como cantante, pero no tuvo éxito. Por lo que retrocedió un paso más y se encaró con la cuestión de encontrar amante. Bingo: en 1968 conoció a Jane Birkin, británica ella; la sedujo y la convirtió en el vehículo de la canción, que ahora sí pudo ver la luz.

En esta versión atenuó el protagonismo del órgano, lo que la modernizó y alivianó. El video sigue la estética recurrente de la canción: los motivos y las imágenes vuelven una y otra vez.

La controversia, a caballo de la revolución sexual y los movimientos de liberación (el mayo francés todavía estaba fresco), escaló aún más que el año anterior. La canción fue prohibida en varios países, llegando al ridículo en Francia, donde un sticker en el sobre del disco prohibía su venta a menores. Fue demonizada por L'Osservatore Romano, voz del Vaticano que, además, ya yéndose al pasto, amenazó con excomuniones. Vetos, censuras y prohibiciones no sirvieron más que para estimular su venta en todas partes. Gainsbourg reconoció al Papa como su agente de prensa más efectivo.

Al igual que de Angel of…, se hicieron de Je t’aime… infinidad de versiones; entre las más bizarras hay una de Donna Summer, pero el premio mayor se lo lleva Chayanne.

Gainsbourg tenía cuarenta años y Birkin veintidós, pero quienes no sabían que ya tenía un hijo y estaba divorciada le daban diecisiete. Para acentuar el impacto Gainsbourg logró que en los estribillos el registro de Jane se elevara una octava, con lo cual lucía más aniñada aún.

Birkin ya formaba parte del ambiente contracultural del Swinging London, encarnando al femenino juvenil inconformista. Blow up, filme de culto de Antonioni de 1966, la muestra en tándem con Gillian Hills, aquella chica de 14 años para la cual se pidió memoria, cuya inclusión por Vadim en la sórdida trama de Relaciones peligrosas había apuntado sagazmente Simone de Beauvoir siete años antes. En Blow up aparecen acreditadas simplemente como La Rubia (Birkin) y La Morocha (Hills), con el absurdo mérito de pasar a la historia por estelarizar el primer desnudo frontal integral del cine británico. Birkin y Hills prestan la piel a dos adolescentes que se entrometen en la casa de un fotógrafo de renombre en busca de fama. Cuando este comienza a desnudarlas las chicas se intimidan y el espectador teme por su suerte. Pero rápidamente se prestan al juego del sexo sin inhibiciones.

El primer desnudo integral en el cine británico. Tanto lío por esto...

Blow up, protagonizada por David Hemmings y la gran Vanessa Redgrave (que salta así al primer plano internacional), es la primera de las tres películas que Antonioni se comprometiera a hacer para la Metro-Goldwyn-Mayer a través de Carlo Ponti, y se basa libremente en Las babas del diablo, un cuento de Cortázar. Una verdadera ensalada de estilos, intereses e ideologías, pero que da cuenta de la circulación y los diálogos entre partes aparentemente incompatibles en la época, que conectaba y confrontaba culturas, países o continentes, idiomas, experiencias y posiciones artísticas y hasta políticas. Blow up se desarrolla en Londres: para su siguiente compromiso Antonioni cruzaría el charco y daría la soberbia Zabriskie Point, en la que se profundiza la rebelión frente a la plutocracia y se ensalza la libertad sexual.

Es necesario volver a Birkin y a Je t’aime, moi non plus, y por extensión también a Bardot y por qué no a Vadim, que no sería un genio pero estaba siempre listo para armar quilombo publicitario. Unos años más tarde, en 1973, a Vadim no se le ocurre mejor idea que una nueva versión de la historia de Don Juan, pero en femenino (Don Juan o si Don Juan fuese mujer). Y para eso convoca a las dos musas, las dos amantes, las dos intérpretes de Gainsbourg, una de las cuales era su propia ex mujer. Y las mete a Brigitte Bardot y a Jane Birkin juntas en una cama:

Bardot y Birkin. Obsesión por la sigla BB

Para entonces muchas pilas estaban gastadas y cualquiera puede sospechar que todo era válido para mantenerse a flote: una manera francesa de monetizar la provocación. En 1984 Gainsbourg, ya medio roto, intentó un último escándalo con Lemon incest, que canta a dúo con su hija Charlotte, de doce años (fruto de su relación con Birkin), sobre una cama, ambos semidesnudos. Pero se notan los hilos: se trata de épater le bourgeois al sólo efecto de recaudar. La melodía es bonita, la letra bastante insulsa y carece de la autenticidad de Je t’aime… En aquel caso la revulsión buscaba aguijonear la moral burguesa y el éxito comercial había sido su resultado; aquí se perseguía la inversa.

Hacia el final de su vida el hombre con cabeza de repollo estaba gastado, pero todavía tenía sus mañas, e inteligencia no le faltaba. “Puede que sea feo”, decía, “pero la fealdad es más fuerte que la belleza: al menos dura para siempre”.

 

Vadim o el mito del eterno retorno

Es necesario volver al personaje por última vez y retroceder nuevamente a la década del ’60, que venía movida. La vida de Vadim también: después de casarse, lanzar la carrera y divorciarse de Brigitte Bardot, formó pareja, lanzó la carrera y se separó de Catherine Deneuve, y luego se casó y terminó el decenio con Jane Fonda. La carrera de Jane no había necesitado su impulso, porque venía con reactores propios desde su Estados Unidos natal, cruzando el Atlántico para su experiencia europea. Sin embargo, Vadim intentó reformularla como símbolo sexy en Barbarella y en su capítulo para Historias extraordinarias, ambas de 1968. El tipo se las daba de iconoclasta.

Ese mismo año de 1968 Vanessa Redgrave, luego del espaldarazo de Blow up, encarnaba a la bailarina Isadora Duncan en la inolvidable Isadora, rescate de la mujer poderosa, libre y por eso condenada socialmente. ¿Cómo olvidar la escena de su baile frente a la aristocracia victoriana del Boston de 1920?

Isadora: ¡Mi cuerpo es bello! ¡Mi cuerpo es libre!

En ese prolífico 1968 Zefirelli lanza su versión de Romeo y Julieta, con los adolescentes Olivia Hussey (cumpliría los dieciséis años durante la filmación) y Leonard Whiting, y se arma otra vez una de Montescos y Capuletos entre los ofendidos de siempre, que condenan la indecencia del director por desnudar menores en la pantalla, y quienes defienden una obra de arte sin otras consecuencias perniciosas que las que quieren imaginar las mentes podridas.

Olivia Hussey y Leonard Whiting: Es el ruiseñor, no la alondra

Y también en 1968 Jane Fonda vuelve a casa para filmar con Sidney Pollack They Shoot Horses, Don't They? (en Argentina, Baile de ilusiones), una acerba crítica a la carrera por el éxito en la sociedad norteamericana. Jane se corta el pelo, se involucra en la oposición a la guerra de Vietnam, en el movimiento de liberación femenina, en la defensa de las minorías originarias, se queda en Estados Unidos y Vadim sale definitivamente de la cancha. Entre mitin y marcha, en 1971 interpreta a una prostituta en Klute (en Argentina, Mi pasado me condena), con Donald Sutherland (con quien, además, comparte acciones de activismo político fuera de la pantalla). El enfoque de la película no emite juicio de valor sobre la forma de vida de su personaje, y la muestra como la de cualquier persona común en sus detalles cotidianos.

Unos años después, Fonda se reunirá con Vanessa Redgrave encarnando a Lillian Hellman en Julia (1977), la historia de dos mujeres fuertes en el preludio de la Segunda Guerra; y al año siguiente con Jon Voight (el hermano del autor de Angel of the morning) en Regreso sin gloria, que trata, entre otros temas, del despertar sexual de una mujer puritana, casada con un oficial del ejército que parte a Vietnam, en brazos de un veterano parapléjico. Tal condición lleva a la exploración del sexo oral, en un mensaje que fue en su momento altamente disruptivo por más de un motivo.

Pero es preciso retornar a 1971, en donde habíamos quedado con Klute y Jane Fonda. En ese año se estrenan Muerte en Venecia, Verano del '42 y Adiós hermano cruel. En Muerte en Venecia, sobre la novela de Thomas Mann, un profesor viudo se enamora de un adolescente sin concretar el romance; Verano del ’42, basada en memorias de Herman Raucher, cuenta el encuentro amoroso de una joven viuda, que inicia sexualmente a un adolescente de catorce años; Adiós hermano cruel, basada libremente en la tragedia isabelina Tis Pity She's a Whore de John Ford, una de las obras más controvertidas del teatro clásico inglés, trata los amores incestuosos entre hermano y hermana.

 

La época dorada

Todo lo anterior para describir el ambiente y los consensos que avanzaban en el período que va desde fines de los ’50 hasta fines de los ’70, en que se da esta explosión de manifestaciones acerca de la libertad de los géneros, de las relaciones, de los cuerpos y, en definitiva, de las mentes. Y en donde la emergencia del feminismo sucede, como en los casos citados, no como parte de una minoría, o como la defensa de un sector, ni enarbolando un programa escindido, sino como integrante de un movimiento más amplio en el que se buscaban coincidencias, sin las cuales era imposible dar el paso necesario. Por esa razón Gloria Steinem, considerada una de las activistas más destacadas del movimiento de liberación femenina de la época, al ser interrogada en una entrevista sobre si creía posible la liberación de la mujer sin cambiar la sociedad, respondía: “No, la liberación de la mujer implica necesariamente la liberación de la sociedad. No puede haber mujeres libres en una sociedad de seres oprimidos”.

Gloria Steinem y Dorothy Pitman, 1972. Fuente: lasgafasvioletas 19/01/2019

La revolución sexual de las décadas del ’60 y ’70 venía impulsada desde bastante antes por medio de un robusto dispositivo cultural, que se dispara desde Freud pero continúa, sólo por enumerar algunos jalones, con las aportaciones de Margaret Mead en los ’30 y sus estudios de la sexualidad en sociedades primitivas, el rupturismo de Wilhelm Reich y su La revolución sexual en 1936, planteo profundizado por Marcuse en 1955 con Eros y civilización, cuyas críticas al amor como relación de intercambio capitalista es retomada por Erich Fromm en El arte de amar.

Por otro lado, la ya habitué de esta nota Simone de Beauvoir lanza uno de los textos liminares del feminismo, El segundo sexo, en 1949; y Georges Bataille agrega un poco de ruido místico con El erotismo, en 1957.

Por si esto no fuera suficiente, en 1948 veía la luz el Informe Kinsey, que puso patas arriba la visión del sexo y sus prácticas en Estados Unidos; y los estudios de Masters y Johnson, que arrancaron en 1954 pero alcanzaron masividad en 1966 con la publicación de La respuesta sexual humana.

Por mucho que hoy las teorías conspirativas agitadas desde la ultraderecha más rancia y sus imaginativos exégetas hablen de un “complot cultural comunista” cuidadosamente planificado que alienta los derechos de las minorías y la libertad sexual, lo cierto es que desde la antropología, la psicología, la filosofía, la medicina, la biología y la sexología, y desde posicionamientos completamente diversos, estaban surgiendo sistemáticamente novedades que demolían costumbres, tradiciones y mitos consagrados. Y eso que la lista es muy incompleta, y que si bien se han citado algunos ejemplos (pocos y caprichosos, enlazados a través de sus protagonistas) del cine y la música, no se ha aludido a las artes plásticas. Ni a la literatura: allí la lista es infinita.

Pero los movimientos necesitan su momento propicio para manifestarse. A la moral victoriana, hecha de represión e hipocresía, que dominó en la segunda mitad del siglo XIX y hasta 1920, le siguió una época de distensión en las dos décadas siguientes: los locos años ’20 y los deprimidos ’30, aún con escándalos y penurias, contribuyeron a cierto aflojamiento del corset moral. La retracción vino con la década siguiente, la guerra y la posguerra, y a continuación la Guerra Fría y el macartismo: regresaron los códigos de conducta, las listas negras, la paranoia, la denuncia de todo lo que resultara sospechoso. Esa olla a presión fue la que se destapó en las décadas de los ’60 y ’70.

La siguiente ola reaccionaria se da en el nuevo ciclo neoliberal, desde fines de los ’70. A fines de los ’80 cae el muro de Berlín, luego la debacle de la Unión Soviética, y el mundo conocido se empieza a desmoronar, porque paralelamente irrumpe la revolución tecnológica, que contribuye a la dislocación del sistema. En rápida sucesión desaparecen el equilibrio de poderes a nivel mundial, las legislaciones laborales protectoras, los aparatos estatales de cobertura social y el poder de los Estados. En su lugar asciende el de las corporaciones y el capital financiero.

 

Cambio de paradigma

Ahora, en 2025, se escuchan los lamentos apesadumbrados de los bienpensantes que añoran aquellos años esplendorosos. ¿Adónde fue todo aquello? ¿Cómo explicar el avance arrollador ya no de las derechas, sino de las ultraderechas más recalcitrantes, en todo el mundo?

Son las “lágrimas de zurdo”, patentadas por los (falsos) libertarios del momento. Y muchas de esas quejas se dirigen contra los políticos de los partidos tradicionales, que no han sabido o no han querido llevar adelante programas reivindicatorios que beneficiaran a los más postergados.

La verdad desnuda es que no han podido, independientemente de que hayan sabido o querido. La desregulación financiera de los ’70, que derivó en la globalización y la deslocalización de flujos y activos, no hizo más que ir alimentando el dominio de las corporaciones de alto poder económico en la misma medida en que esmerilaba la autoridad de las instituciones civiles sin fines de lucro, tanto estatales como privadas.

Si eso no fuera suficiente, la revolución tecnológica fue el lubricante para multiplicar la capilaridad en la circulación del dinero, que escapó así del poder de policía de los Estados. A partir de ello, el poder real se escurrió como arena entre sus manos.

Por ineptos o corruptos que hayan sido, es un poco injusto (e ingenuo) culpar a los políticos de lo que está pasando. Los Estados (y por lo tanto los políticos) han sido paulatinamente reducidos a la impotencia y a la inoperancia. No pueden controlar nada. La desregulación resistida pero irreversible es la olla con ranas en donde el agua se calienta de a poco, un cadalso piadoso que permite protestar (y fingir) cierta dignidad.

 Por tanto el cuento del desengaño de las mayorías y el voto bronca suena un poco a autoconmiseración por parte de quienes no quieren convencerse de que los resortes democráticos están severamente dañados, o al menos profundamente alterados, y prefieren la ilusión de que todo debería o podría seguir funcionando como antaño. En otra entrada de este blog ya se ha considerado una opción diferente a la del voto indignado: la del voto deseante, potente.

¿Por qué habría de ser de otra manera? Mientras los individuos ven desmoronarse al Estado, incapaz de una mínima reacción de autodefensa, se perciben a sí mismos empoderados a nivel Dios por medio de la tecnología, equipados con un arsenal de dispositivos que les permiten pagar o recibir dinero, trabajar desde su casa, manejar negocios grandes, pequeños o mínimos, hacer transacciones bancarias y financieras, putear a quienes se les ocurra a través de las redes, dirigir discursos de amor o de odio a celebridades en el espejismo de conversar de igual a igual con ellas, juzgar servicios prestados ensalzando o hundiendo reputaciones, controlar movimientos propios y ajenos por geolocalización, manejar a distancia cámaras de seguridad o de control relacional y acceder a un montón de información, chismes y patrañas en tiempo real.

Y además de todo esto, escuchar lo que quieren escuchar, por la pertenencia a grupos cerrados que los reafirman en su odio contra el orden mayoritario, lo que Sadin llamó el totalitarismo de la multitud: “asignar únicamente prioridad a las propias visiones en la medida en que uno se considera, primero, una víctima que ya no puede contar con las sociedad y que, como tal, pretende asignarse ciertos derechos considerados legítimos”. ¿Para qué contemplar, entonces, un Estado que no está a la altura de las propias pretensiones?

Por supuesto que esa sensación de poder omnímodo es ilusoria. Por ejemplo, el teletrabajo implica, en la mayoría de los casos, una explotación 24x7. El imperativo impuesto de “mejora continua” convierte al individuo, que está solo y por las suyas, en objeto de presiones permanentes en el ejercicio de su labor. Lo que Byung-Chul Han describió como la sociedad del rendimiento es una trampa en la que “el sujeto de rendimiento se abandona a la libertad obligada o a la libre obligación de maximizar el rendimiento (…). Es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad”. Lo que Sadin denomina “abrasamiento de las psyches” y otros burn out es una forma culta de decir que a la gente se le quema el paty. ¿Cómo discutir el contrato social con personas que no sólo no tienen la menor idea de lo que es, sino que ni siquiera sospechan en qué consiste una sociedad?

 

La gran engañifa

El engaño de las redes sociales se oculta tras el hecho de que, en principio, ofrecen una promesa válida. Que lo digan, si no, los artesanos, los profesionales, los emprendedores de todo tipo. Los que han salido del pozo desde una situación de precariedad. Los influencers que viven de la utilización hábil y carismática de las redes. Los que han conseguido pareja o relaciones.

El problema es el costo que se debe pagar por ello.

Se trata del riesgo de la ilusión. El problema de caer en la red de las redes ya fue tratado en otra entrada, pero siempre hay más. No sólo es el desvinculamiento del resto de la sociedad. Ni la absurda sensación de centralidad de uno mismo. Ni la autoexculpación y autojustificación continua, cuando no autovictimización. Ni la catarsis permanente, con expresiones de furia o confesión de estados íntimos más propias de un sentido del ridículo desorientado que de una discreción respetuosa de los demás. Ni la subordinación simbólica que implica el “seguir” a otros contactos. Ni la cesión gratuita de datos personales y contenidos que se ofrendan graciosamente al altar de la “comunidad digital”.

Lo peor es la manera en que todo esto contribuye a la disociación del mundo. Porque el mundo digital es un mundo binario, compuesto de ceros y unos. Todo, necesariamente, tiende al blanco o al negro. Inclusive los grises son susceptibles de ser descompuestos en nuevos ceros y unos, al infinito. La grieta, que no es una invención argentina como la birome o el dulce de leche sino un fenómeno casi universal, en el mundo digital no puede más que profundizarse.

Lo peor es que nadie escapa a esa lógica. En una de sus últimas intervenciones lúcidas antes de caer en el boriskarloffismo en cuerpo y alma, hace ya más de treinta años, Juan José Sebreli advertía sobre la trampa del relativismo cultural impulsado por el enfoque progresista en ciencias sociales. El relativismo, que se extendió a casi todas las áreas del conocimiento y, en consecuencia, se trasladó a la estructura social, fragmentó no las áreas de estudio sino los estándares de cotejo, volviendo anacrónico el estudio comparado y por lo tanto descomponiendo la mirada integradora en una dinámica condicional en la que todo puede ser (en principio) aceptable, olvidando que “contextualizar” no es sinónimo de “validar”. “La izquierda”, explica Varoufakis, “le hizo un favor a la derecha al abandonar toda certidumbre y abrazar el relativismo (...) el principio de que ningún punto de vista es más valioso que otro”.

En esta desintegración en la que el descenso a lo particular se especifica cada vez más también se expresa la lógica binaria del mundo digital. “Los feminist studies se transformaron y dividieron en gender studies, después en queer studies y en otras ramas más”, detalla Sadin, y refiere el caso de las musulmanas que pretenden bañarse con burkinis en piletas públicas en Francia, lo que las autoridades deberían considerar un caso de relativismo cultural, si no se antepusieran razones de higiene. Mary Roach relata que una semana antes de que comenzara el expendio del Viagra en Taipéi un grupo de feministas protestó en las calles. “Destruye la armonía del hogar y fomenta las aventuras extramatrimoniales”, alegaban. Si todo es relativo, todo vale.

¿No se corresponde esta postura, de algún modo, con la lógica de las redes, la autosuficiencia de quienes defienden cualquier posición propia (el terraplanismo, para poner un ejemplo extremo) y la sostienen a capa y espada?

 

El regreso de los monos

El tema es mucho más amplio e imposible de agotar en una nota. Seguramente existen millones de observaciones que hacer a las distintas afirmaciones. Pero se apunta a señalar que el argumento imperante (y dominante) es el digital, que contamina casi todos los aspectos de la vida cotidiana y a todas las personas. Por lo que es necesario evaluar en qué medida las políticas implementadas desde el progresismo no están infectadas por (y por lo tanto contribuyen a) aquello que se quiere combatir.

El feminismo tuvo un avance torrencial en los últimos años. Como es natural en todo fenómeno de esas características, es pasible de producir desbordes y avasallamientos, planeados o no. El movimiento #MeToo, la política de la cancelación y el “yo te creo, hermana” son posiblemente algunos de ellos. Se trata de llevar el antagonismo a un punto muerto, haciendo “caso omiso de todos los procedimientos reglamentarios encargados de hacer respetar el derecho de cada una de las partes”, según detalla Sadin, y dejándose llevar por “la conducta de tomar la delantera, de intentar, cueste lo que cueste, sacudir situaciones de inercia”. ¿No es esta un poco, también, la forma anómica de manejarse en las redes, y aún más, la que están intentando “institucionalizar” los gobiernos de ultraderecha que se han entronizado en distintos países?

En 2021, en una nota en Clarín, Roxana Kreimer explicaba por qué, a su juicio, el feminismo estaba favoreciendo a la derecha. “En nuestro país, los datos flojos del feminismo, su marco teórico desvinculado de la ciencia y el quebrantamiento de garantías constitucionales en contra de los hombres está sumando seguidores a las corrientes conservadora, libertaria y anarcocapitalista de la derecha”. Independientemente del juicio que merezca el pensamiento de Kreimer in totum, la advertencia era válida y premonitoria. Varoufakis va más al hueso: “En cuando a la derecha alternativa, nada podría gustarle más. Reconoce en las políticas identitarias una oportunidad inmejorable para sacar provecho de los sentimientos defensivos, tribales, racistas y de lealtad grupal que despiertan en los votantes blancos”. Como por ejemplo, los que enarbolan con ánimo triunfal (se saben en su momento de gloria) los glosadores de los australopithecus:

https://x.com/AlejRozitchner/status/1877482368988000752

 

Coda final

Brigitte Bardot, aquella joven iconoclasta, hoy es una nonagenaria defensora de animales y partidaria de Marine Le Pen y la ultraderecha francesa. Catherine Deneuve ejerció el feminismo a su manera, concibiendo y criando hijos extramatrimoniales y apoyando el aborto, las píldoras anticonceptivas y la libertad sexual. Ambas se manifestaron contra el #MeToo. Bardot, fiel a su estilo brutal, acusó a las denunciantes de “hipócritas y ridículas”: “Muchas de las actrices juegan con los productores para conseguir un papel. Y después hablamos de ellos”, precisó. Deneuve, que se ha declarado “feminista por experiencia, no por elección”, firmó una carta junto con un centenar de artistas francesas contra el puritanismo del #MeToo.

Lo de Bardot, por repudiable que sea, no deja de contener una media verdad. Lo de Deneuve, que luego pidió disculpas a víctimas que hubieran podido sentirse ofendidas, contiene una mirada mucho más aguda: “Esta fiebre para enviar a los «cerdos» al matadero, lejos de ayudar a las mujeres a empoderarse, en realidad sirve a los intereses de los enemigos de la libertad sexual, los extremistas religiosos, los peores reaccionarios y los que creen -en nombre de una concepción sustancial de la moralidad buena y victoriana- que las mujeres son seres «separados», niñas con una cara de adulto, que exigen protección”.

Jane Fonda aprovechó para su propia versión del #MeToo: “el hecho de que esto haya evolucionado como lo ha hecho es porque las mujeres que alzaron sus voces eran blancas y famosas”. Ahí nomás enfocó los cañones para la defensa de las trabajadoras domésticas y campesinas, que también sufren acoso. Y a los 81 años iba presa nuevamente por manifestar, esta vez contra el cambio climático.

Jane, la incorregible. Fuente: Clarín 29/11/2019

Una vez más, no se trata de blanco o negro. En los matices está la riqueza del pensamiento. Más acá o más allá del espectro ideológico, estas mujeres y muchas más, y muchos hombres, pensaban hace sesenta años la posibilidad de un mundo y una lucha compartidos. La partición en nichos no está ayudando, si esas fracciones no pueden conversar entre sí y sentirse posibles aliados, única forma de quebrar la lógica binaria de la división al infinito en individuos aislados, que es lo que favorece al actual status quo político y económico.

En su libro Sobre la tiranía, Timothy Snyder caracteriza a la política de la inevitabilidad (posterior a la caída de la urss) y su relato del “fin de la historia”: en adelante sólo se podía avanzar sin alternativas hacia la democracia liberal. A la política de la inevitabilidad parece estar sustituyéndola ahora la política de la eternidad, la de los que añoran el pasado mitificado de principios del siglo XX y sueñan con restaurarlo.

Parece que, una vez más, en todos lados pasa algo parecido. No inventamos nada.

“Ambas posturas, la inevitabilidad y la eternidad, son antihistóricas. Lo único que las diferencia es la propia historia”, asegura Snyder. “Al aceptar la política de la inevitabilidad, hemos criado a una generación sin historia. ¿Cómo reaccionarán esos jóvenes ahora que la promesa de inevitabilidad se ha roto de una forma tan flagrante? Puede que se deslicen desde la inevitabilidad hacia la eternidad”.

Parece ser lo que está pasando, nomás. Pero:

“Una cosa es cierta: si los jóvenes no empiezan a hacer historia, los políticos de la eternidad y la inevitabilidad la destruirán”, concluye Snyder. “Y para hacer historia, los jóvenes tendrán que saber algo de ella”.

Revisar las décadas del “moi non plus” quizá nos ayude a corregir errores en la época del #MeToo. Aprender de yerros y aciertos de un momento en los que era posible desafiar todo lo establecido y preguntarse acerca de ello. En donde un menor de edad, sin importar el género, podía asumir el desafío de una relación sexual adulta sin que sea calificada automáticamente de violación o corrupción, como parte de la libertad que se perseguía, que incluía el sexo sin amor. Donde tabúes como el amor homosexual entre un hombre y un adolescente (o el sexo entre una mujer y un teenager) o el incesto podían considerarse, en sus casos particulares, no necesariamente perversiones o delitos.

Planteos que sólo pueden fructificar de manera sana en el contexto de una lucha sola e integral.

 

 

Algunas fuentes para consultar:

Han, Byung-Chul, La sociedad del cansancio. Epublibre, 19.04.2018, http://destudiantil.ubiobio.cl/dde_concepcion2/wp-content/uploads/2021/10/La-sociedad-del-cansancio-Byun-Chul-Han.pdf

La liberación de la mujer. Biblioteca Salvat de grandes temas, Barcelona, Salvat, 1973.

Roach, Mary, Entre piernas. La extraordinaria cópula de ciencia y sexo. Barcelona, Global Rhythm Press, 2011.

Sadin, Eric, La era del individuo tirano: el fin del mundo común. Buenos Aires, Caja negra, 2022.

Sebreli, Juan José, El asedio a la modernidad. Buenos Aires, Sudamericana, 1992.

Snydeer, Timothy, Sobre la tiranía. Veinte lecciones que aprender del siglo XX. Epublibre, 17.04.2018, https://www.galaxiagutenberg.com/wp-content/uploads/2017/07/1er-capi%CC%81tulo-Sobre-la-tirani%CC%81a.pdf

Varoufakis, Yanis, Tecnofeudalismo: el silencioso sucesor del capitalismo. https://biblioteca.hegoa.ehu.eus/downloads/21067/%2Fsystem%2Fpdf%2F4360%2FP-VIENTO_SUR_173.5.pdf

 

 

 





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