A los jóvenes de ayer




COMO VIEJA EN MATINÉE

Un compañero de otros tiempos, con quien no nos vemos hace mucho, publicó en Youtube el siguiente video, que me permito reproducir aquí dado que es público (https://www.youtube.com/watch?v=ehX_4LMzCnE&t=54s):



MÍRALOS, ESTÁN TRAMANDO ALGO

En 1976, el golpe me sorprendió sin colegio. El año anterior me habían echado del Urquiza, de Flores. Me habían dejado terminar el año con la condición de que me fuera al siguiente. El país era un caos y mientras se agotaban los últimos días del gobierno de Isabel ya había rebotado en varios secundarios en busca de una vacante. Por la calle me encontré de casualidad con el Enano, tan expulsado como yo, que había encontrado cobijo en el San Martín, un nacional en los confines de Almagro. Hacia allá fui y ahí me quedé ese año.

Con Ricardo nos conocimos en 1977. Él llegaba al San Martín proveniente del Nacional Buenos Aires. Yo, en cambio, me volvía al Urquiza, pero dejaba en el colegio de la calle Quito compañeros y novia. Militábamos, con nuestras dudas y en las circunstancias siniestras del momento. Tratábamos de juntarnos en grupos para compartir ideas, ideales, ideologías. Creía antes, como creo ahora, que eso fue lo mejor que pudo pasarnos en un tiempo de asfixia total. Además, con nuestros flacos recursos y en el desierto cultural de la época, no sólo hablábamos de política: también socializábamos música, lecturas; escribíamos, soñábamos, nos emborrachábamos, nos enamorábamos. Tratábamos, a nuestra manera, de seguir respirando, inmersos en los formoles de la dictadura.

A algunos se les daba mejor el sexo, a otros menos. Iba en cada uno. Pero por lo general, si se trataba de explorar el amor y el cuerpo, los que militábamos teníamos más suerte que el resto. La misma libertad que perseguíamos la aplicábamos a nuestras relaciones, así que en un ambiente social en el que para muchos llevarse a alguien a la cama implicaba humillar ciertas sinceridades, cuando no abiertamente mentir, engañar o prometer lo que no se pensaba cumplir, o hacer concesiones a un compromiso del que no estaban plenamente convencidos, nosotros éramos mucho más francos en los vínculos que establecíamos, y por eso más humanos y más plenos, en la medida de nuestras limitaciones.


COMO BORRACHOS EN LA ESQUINA DE ALGUN TANGO

Para 1977, la mayoría ya estábamos largamente desengañados de Firmenich & Co., y aunque algunos veían con cierta melancolía cómo se apagaban los últimos destellos erpianos, intuíamos lo demencialmente fuera de registro que también había resultado esa experiencia. Estábamos muy lejos de sufrir los perjuicios de algún lavado de cerebro, y también del influjo de esos personajes que se nos antojaban revolucionarios de pacotilla. Nuestro grupo orbitaba en torno a una formación minúscula autodenominada Fuerza Obrera Comunista, hoy tan ignota que ni siquiera pueden hallarse referencias a ella en Google, lo que ya es mucho decir. Constituíamos la Juventud Socialista de los Trabajadores, igualmente desconocida.

Ricardo nunca formó parte plena porque su desilusión lo había hecho desconfiado y dubitativo. Se manejaba entre nosotros y otras alternativas, como la Tendencia Estudiantil Revolucionaria Socialista, de orientación trotskista, que era la juventud del PO, que en esa época no se llamaba Partido Obrero sino Política Obrera. Discutíamos todo el tiempo las distintas orientaciones, y también qué era lo que se podía hacer, porque nos sentíamos ofendidos por la realidad del país. Teníamos la misma hipersensibilidad ante la injusticia y el ultraje que tienen todos los jóvenes.

No fuimos la generación que vivió con todo el cuerpo el proceso complejísimo que va desde mediados de la década del sesenta hasta la noche de la dictadura, sino la que llegó cuando el ciclo se estaba agotando, la que apenas se asomó al final, y dentro de ella fuimos los que nos salvamos raspando. Muchas veces estuvimos cerca de terminar chupados en cualquier centro clandestino, por una insignificancia como una pintada, o por menos todavía. Pero zafamos, y eso hizo de nosotros personas quizá más ecuánimes, en todo caso más libremente críticas de aquella época, con menos compromisos emocionales que pudieran distorsionar nuestra visión.

No podríamos hablar con honestidad de lavados de cerebro, y si hubo cosas de nuestra juventud que nos perdimos, sabemos que viviendo bajo una dictadura genocida queda bastante claro de quién fue la responsabilidad por lo que sufrió la población en general, no sólo los jóvenes.

Conocíamos chicas, nos dedicábamos al fútbol, nos recreábamos, y a mí me consta que Ricardo fue partícipe de todo ello. Por supuesto, con los miedos, paranoias y pesadillas que acompañaban el momento. Pero de los que, otra vez, el principal responsable era un Estado que te mataba, que fue el verdadero fenómeno de época, mucho más que los que se subían al banquito de la cátedra prerrevolucionaria.


SON NUESTROS NUEVOS DORIAN GRAY

Personalmente, no considero inaceptable que la gente cambie de ideología. Tengo para mí que el concepto de traición está muy maltratado. Gentes de derecha se han vuelto de izquierda y viceversa, eso es de toda la vida. Uno puede distanciarse afectivamente –y claro, ideológicamente– de aquella persona que ayer era nuestro cofrade y hoy es nuestro adversario, pero si esa conversión es sincera y manifiesta, no hay nada que reprochar.

Cualquiera puede decir que los años setenta fueron un mar violento y sombrío que apostó más a la confrontación que a la Constitución. Es un enfoque posible: a mi manera de ver, se trata de la lectura miope de un proceso que arranca por lo menos quince años antes y que no se puede obviar, si lo que uno intenta es comprender lo que sucedió, en toda su complejidad.

También uno puede decir que la usurpación del Estado por el gobierno de facto que sobrevino fue inevitable. Para mí, es un predicativo pusilánime sobre el que habría mucho que discutir. Pero son definiciones, y cada uno debería poder hacerse cargo de ellas, sin más paliativos que los argumentos con que pueda sostenerlas.

Lo que me parece miserable es intentar justificarlas erigiéndose en víctima y testimonio, cuando además no es cierto. No da consentir apáticamente, en virtud de ninguna convivencia democrática, tal abominación de la verdad. No éramos tan pelotudos, y nadie nos puso una pistola en la cabeza para meternos en política. Tampoco nos engañaron como a costureritas. Una vez más: vivíamos, respirábamos, discutíamos, amábamos, éramos seres pensantes. Fuimos lo inevitable para ser lo que cada uno de nosotros es hoy, para bien o para mal. El heroísmo y el martirologio nos quedan grandes. La pena de sí mismo y la autoindulgencia no son edificantes, nunca llevaron a nada bueno. Necesitar la propia absolución es señal de mala conciencia.

El resto, lo dejo para ustedes; el mensaje a los maestros me resulta harto lamentable y creo que abordarlo sería perder el tiempo. Lo importante es lo dicho: no le crean nunca a un quebrado, y menos a un quebrado por propia determinación. Quebrarse es una carga demasiado pesada si uno no se inventa amortiguaciones, aparejos y contrapesos que ayuden a mal llevar la ruindad de la culpa.

Es un karma cargado de filos que necesita balancear su PH con algo de ficción para conseguir sobrevivir.

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