Los verás volver

En algún momento volverán con su cara de yo no fui y protestando su condición de ciudadanos cumplidores. Una vez más dirán: “A mí también me cagaron; yo confié, yo tenía esperanzas en el país, yo nunca me afané nada”. En la puerta de su negocio, en la cola del supermercado o al volante de un taxi, nuevamente exhibirán sus comprobantes de impuestos al día, llorarán contritos tratando de mimetizarse en la multitud. Se harán los desentendidos, los inocentes; mostrarán bronca e impotencia, se reivindicarán como parte del pueblo sufrido. Será el momento de decirles: No, viejito, esta vez vas a tener que hacerte cargo.
Mientras tanto, antes de su próximo regreso, pasean su indiferencia deshumanizada mirando con olímpico desprecio los pisoteos del poder sobre la justicia, sobre derechos elementales, sobre necesidades básicas. Por ahora se sienten parte de la fiesta impune y sonríen socarronamente cuando suenan las alarmas, restándoles importancia y sin molestarse en el análisis de los motivos que las provocan. “Que vayan a laburar”, “que se dejen de hacer quilombo”, son sus frases favoritas para fundamentar sus desnutridos argumentos, aún antes de conocer detalles, por los cuales tampoco manifiestan ningún interés.
Eventualmente acaban del lado de la mayoría circunstancial, pero íntimamente mantienen su devoción a los poderosos bendecidos por el establishment, los diarios conservadores, la televisión comercial y las revistas del corazón. Íntimamente anhelan ser como ellos: triunfadores y con esa licencia de inescrupulosidad que da la hegemonía.
Adoradores amorales de toda legislación que los beneficie, aprovecharán cualquier resquicio jurídico en su provecho, indiferentes a si el resultado de sus actos está bien o mal: su frase de cabecera, la que expresa sus más profundas convicciones, es la de Macri al ser interrogado por sus cuentas off-shore: No es ilegal. Puede que no sea ilegal, el problema es que no es ético.
Por el contrario, no tienen reparos en justificarse si transgreden la ley, porque en esos casos la considerarán producto del contubernio político, el clientelismo o la corrupción, que perjudican a los indefensos ciudadanos honestos, o sea ellos.
Porque están convencidos de que todo lo que hagan por ellos mismos es correcto, y cualquier acción por otro motivo es una pérdida de tiempo, de energía y de dinero. El país está mal, por lo tanto hay que sobrellevarlo. Si les va bien, será por su propio esfuerzo, a pesar del país. Y si no les va bien, ya sabemos de quién es la culpa. La democracia también hay que sobrellevarla, con los mismos corolarios.
Identificados con los que más tienen y obsesionados por escalar socialmente, sienten un desprecio visceral por los que perciben como una amenaza a su aspiración de exclusividad, sobre todo si encuentran motivos raciales o socioeconómicos en los que cebar su animosidad. Su carencia de argumentos los conduce a un mundo dicotómico, en el que los que no comparten o su pensamiento o su espacio son enemigos y, como tales, automáticamente desacreditados. Los intercambios, el diálogo, por tanto, son imposibles.
No tienen partido político: se orientan por lo que los medios masivos les indiquen y su intuición les señale como opción favorable, antes que para ellos, para la élite que reverencian. Si es bueno para los que más tienen, sostendrán que será bueno para ellos hasta el límite soportable de la autoflagelación. Por lo demás, la política no les interesa: los obligaría a un compromiso en conflicto con su concepto egoísta de la oportunidad.
Vienen de generaciones. Los hemos visto durante la dictadura, escondidos tras el “algo habrán hecho” para desentenderse de cuestiones molestas, y luego, envalentonados por el triunfo momentáneo de los mandamases, pegándose la cucarda de “los argentinos somos derechos y humanos”, mientras viajaban a Miami tras los ambicionados televisores color. Con el retorno a la democracia, insinuaron su propia autoamnistía intentando instalar el “todos fuimos responsables” con el que pretendían lavar sus culpas. Festejaron el menemismo con fervor fanático, impasibles ante suicidios de jubilados y cierres de fábricas, convencidos de que a ellos nunca les tocaría, y luego cacerolearon indignados con el corralito. Ahora volvieron con las peores ínfulas a ufanarse de su individualismo ultra y a reírse del respeto por las formas institucionales, los procedimientos ajustados a derecho y las garantías constitucionales de los menos favorecidos.
Cíclicamente son traicionados por el círculo áulico que admiran, y entonces mutan taimada y transitoriamente a posiciones populoides, de engañosa indefinición, de insinceras renuncias a su fervor elitista y aún más falaces promesas de lealtad comunitaria.
Una vez más, proclamarán su inocencia. “A mí me defraudaron”, se lamentarán. “Mi pecado fue creerles”, se escuchará su gimoteo quejumbroso. Y una vez más se autotitularán intachables contribuyentes estafados en su buena fe.
Apenas recompuesta su situación personal, volverán a alejarse de todo lo que huela a colectivo y retornarán a la veneración de sus ídolos dorados. Son lúmpenes en toda la contundencia técnica de la definición, lúmpenes de nueva generación, desclasados del círculo rojo en su imaginario ultramontano y retrógrado.
Nunca se los escuchará cantar “Vamos a volver”. Sin embargo, más temprano que tarde, volverán.

Comentarios

  1. Gracias...análisis lúcido, doloroso, agridulce, síntesis del "mediopelo" ?

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  2. Estimado amigo, en sus líneas vislumbro una esperanza, y le envidio!. Yo mientras leo sus palabras, escucho la radio al presidente que nos ha tocado en suerte (si, a veces el azar tiene esas cosas), y me parece que es tenerle mucha fé a que lleguemos a lo que Ud tan lúcidamente describe.
    Lentamente estamos yendo al pasado... y si alguien puede invocar "yo no lo voté" para ese entonces, es que la teoría de la evolución debe tener algún fallo, porque creo que a los que estamos abajo entraremos a la involución inevitable, o en "crioyo", se nos viene la noche.

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