El intento de suicidio macrista
Ayer, después
de la marcha contra la ley de reforma previsional, con batalla campal y
represión salvaje, seguida por el cacerolazo nocturno, se terminó en Argentina el
idilio entre el gobierno y la clase media. Ese enamoramiento mantenido a fuerza
de rositas rococó ofrendadas de un lado y ceguera incondicional devuelta del
otro se resquebrajó, generando otra grieta, o más bien una grietita, por donde
empieza a haber filtraciones. El gobierno apostó a un pleno para sostener su
fortaleza puertas adentro del sistema político, pero para eso necesitó
descuidar la calle. O más bien: soltó una jauría descontrolada para cuidar
el jardín.
Obtuvo la
ley, pero para cualquiera es demasiado ostensible que el costo pagado no guarda
proporción con los beneficios. Quemó todo su capital político cuando aún le
quedan dos años de gobierno y muchas tareas pendientes que les fueron
encomendadas para llevar adelante, ninguna de ellas simpática. Todo indica que se sigue cavando la fosa con un escarbadientes. No debería insistir con las acusaciones de desestabilización: no se trata de ninguna habilidad ajena, es todo mérito propio.
Tanta inversión en coaching para crear vínculos con los ciudadanos. Rodríguez Larreta
debe ser de los más compungidos: me llamaba dos veces por semana para invitarme
a la comisaría a discutir los problemas de seguridad del barrio. A esta altura
del partido, ya deben ser muchos más los que no ven ningún provecho en sentarse
a conversar de seguridad con los tipos que te van a cagar a palos sin compasión
cuando salgas a protestar por tus derechos.
Somos cómplices los dos
Ayer a la
noche, mientras se esperaban los resultados de la votación en Diputados, el cacerolazo en el Congreso presentaba un paisaje surrealista: en su
mayoría se trataba de jóvenes, y sus bronceados, cortes de cabello,
indumentaria y estilos se asemejaban más a una rave que a los modales tradicionales consagrados en la marcha
diurna. Todos haciendo ruidos con utensilios de cocina, envases vacíos o lo que
fuere. He visto una bandera argentina de raso. Un perro husky. Chicas y chicos de empilche casual como en una previa. En lugar
de los folklóricos choripanes, cajas de pizza de La Continental. Birra y
fernet, según consumo habitual.
Para sorpresa
de muchos que no imaginamos la reacción, la manifestación tenía contenidos
impensados. Desde el previsible pero no por eso menos sorprendente “Unidad/ de
los trabajadores/ y al que no le gusta/ se jode, se jode”, a otras variantes
menos difundidas (“Diputados/ la concha de su madre/ si votan la reforma/ acá
no queda nadie”, o “Macri/ fascista/ vos sos el terrorista”), los insomnes
tendieron lazos concomitantes con sus equivalentes solares. No había,
obviamente, organización por agrupaciones ni banderas, salvo algunas pocas del
MST y de La Poderosa, el símbolo de resistencia villera surgida en la Zavaleta.
Resonó un par de veces, aunque con poca convicción, el “que se vayan todos”: parece
que la conciencia dio un salto de calidad.
Hasta ahora,
sólo el talento de De la Rúa había conseguido acercar tanto a los sectores
medios independientes con los otros, los trabajadores y los sectores más necesitados
de la sociedad, pero este gobierno parece preocupado por ser émulo consecuente
y aún superador del tipo que tanto en programas de televisión como en gestión
de gobierno salía de la escena quedando como un imbécil.
No seas tan cruel, no busques más pretextos
La plaza del
Congreso ayer parecía Kosovo. La destruyó, baldosa a baldosa, el gobierno. Después
vamos a hablar de la violencia y los piedrazos: todo lo que quieran. Pero para
que eso suceda, el gobierno fue preparando el panorama con paciencia y buen método.
Desde el principio: aquí no pueden quedar afuera ni los primeros tarifazos, ni
las bajas de retenciones, ni el aprender sobre la marcha de Aranguren, ni los
dichos aberrantes de Michetti, Carrió y Laura Alonso, las azafatas del tren
fantasma. Ni Marquitos Peña, que debe estar saturado de botox para mentir de
esa forma sin que se le mueva un músculo de la cara. Ni los blanqueos, ni los waivers de todo tipo, ni los negocios de
los amigos, ni la deuda. Bien blindados por los medios masivos, creían estar a
salvo, pero todo eso iba quedando en la ram. Y al final del día, se fue imprimiendo
en el disco duro.
A todo el
desquicio diario le sumaron Maldonado, Nahuel, el ARA San Juan y las persecuciones
judiciales, tanto a políticos como a jueces díscolos o no lo suficientemente
afines. Todos temas sensibles ante los cuales eligieron, sistemáticamente,
hacerse los boludos. O se trataba de un terrorismo que se comprobó de ficción,
o ellos no habían sido, o no tenían nada que ver. No se puede estar sacándose
los problemas de encima todo el tiempo. Eso le daba resultados a Macri con
Cristina en un momento en que muchos se lo perdonaban porque ansiaban un cambio
de turno en el poder, pero ahora no va más, se nota mucho. La confianza ciega
se terminó.
De remate,
desde la cumbre de la OMC y como para empezar a preparar el clima (“ojo, tomen
nota, fíjense todos los fierros que compramos”) comenzó la militarización de la
ciudad. Carros con tropas yendo y viniendo, haciendo ostentación de fuerza. Las
deportaciones o restricciones para entrar al país a miembros de ONGs europeas y
de otras partes del mundo profundizaron el clima opresivo. El cohete a la luna
de Macri ya había creado un marco incómodo. La sospecha de muchos bienpensantes
acerca de que este gobierno convirtió en muy poco tiempo a nuestro sistema en
una democracia muy devaluada, por no decir de mierda, se fue convirtiendo en
certeza.
En cuanto a
las represiones a las expresiones populares, restringiéndolas sólo a este
último tiempo (dejando de lado el conflicto de Pepsico, los palos a diputados
en Jujuy y otras delicatessen de que
ha hecho gala el gobierno), y para no caer en la tentación a que son tan afines
los grandes medios de que la violencia nace de un repollo, hay que recordar el
importante precedente del 29 de noviembre. Hace apenas veinte días se
aprobaba la reforma previsional en el Senado, se hacía una marcha de
trescientas mil personas convocada por la CTERA y la CTA, reforzadas por la
Corriente Federal y el sector de Pablo Moyano, y no hubo ningún violento.
La verdad de
la milanesa es que la mecha la encendió el mismo gobierno, con la
sobreactuación montada por Bullrich para la movilización del jueves pasado, con
la frustrada sesión para el tratamiento de la ley de reforma previsional en
diputados. También, a quién se le ocurre que Bullrich tendría alguna idoneidad
para comandar un dispositivo de esa magnitud. Pero lo mismo ocurre en muchas
otras áreas del gobierno. Ese es el mejor equipo de los últimos quinientos años,
pruebas a la vista.
Después de
aquel jueves, con la represión salvaje, indiscriminada, fuera de control, a
cargo de una cantidad de efectivos que se asemejaban a una fuerza de ocupación
en la ciudad, apreciada como se la quiera apreciar, con escenas vergonzosas de
policías y gendarmes apaleando a cualquiera durante largas horas, aún cuando ya
se había caído la sesión, ¿qué podía esperarse para ayer? ¿A alguien se le
puede echar la culpa que no sea al mismo gobierno?
Como un efecto residual
Ayer se vio
un operativo igualmente feroz, pero más astuto. La violencia estaba en el aire,
todo el mundo que se movilizaba sabía que iba a haber represión, aún cuando más
del 99% de los movilizados lo hicieron en forma pacífica.
Hagamos un
cálculo simple: si ayer se manifestaron, muy por lo bajo, 200.000 personas, el 1%
son 2.000. Los violentos no llegaban ni con mucho a ese número. No obstante, la
policía desalojó la plaza con una profusión absolutamente desproporcionada de
gases. Durante largos minutos, los disparos de gases se sucedían sin solución
de continuidad. De lo cual resulta que, efectivamente, la violencia les resulta
funcional, porque es la única excusa con que cuentan para dispersar una
manifestación de tal magnitud. Si no, tendrían que apalear y
disparar contra gente que no está haciendo nada. Lo cual, por supuesto, tampoco
los detendría, pero siempre es mejor contar con alguna tapadera.
En cuanto a
los violentos, siempre hay tres componentes. Por un lado están los eternos cabeza
de tacho que ven un rédito inexplicable en ir a fajarse con la cana. Sean de
izquierda, lúmpenes o desclasados, o todos juntos, para el caso es lo mismo:
siempre privilegian el protagonismo individual o grupal por encima de la
conveniencia colectiva, lo que no deja de ser un contrasentido por parte de
enemigos del liberalismo. Sería importante que las organizaciones más cercanas
ejerzan un control o una presión efectiva que aísle a los que se cortan solos
sin consultar la voluntad de las mayorías y en cambio las utilizan para el
camuflaje inconsulto. Lo cual es bastante choto, porque después los palos son
para todos, para los que apoyan esa estrategia y para los que priorizan otras.
En segundo
lugar, están los calentones, que también se cuentan de manera permanente en los
actos multitudinarios. Tranquilos, equilibrados y reflexivos hasta que algo les
hace saltar la térmica, se suben a la moto en cuestión de segundos y pierden el
control. Quizá son los rencores por aquel cana rengo que se curtía a la madre
cuando era chico y lo mandaba al patio, o por una ingrata tarde de zurra en la
cancha de Almagro, o por ese recital que hubo que terminar después de algunos
golpes en una seccional; lo cierto es que pierden la cabeza ante la mínima
provocación y allá los ves, convertidos en irracionales de la nada, desatados y
fuera de sí.
Por último, last but not least, sí, están ellos, los
infiltrados de inteligencia y de las fuerzas de seguridad. No hacen falta
muchos: son profesionales, saben su trabajo y manejan los tiempos de la
manifestación en coordinación con sus amigos del otro lado de las vallas. Con cuatro
o cinco, a lo sumo diez, alcanza para dar manija a los cabeza de tacho y
soliviantar a los calentones. Así, facilísimo, se hace un combo perfecto para
intentar invalidar una protesta y excusar una represión bestial contra una
abrumadora mayoría que manifiesta su bronca pacíficamente.
Y ese es todo
el cuento respecto de la violencia, no busquen más porque no hay. Esta violencia
la generó exclusivamente el gobierno, porque los tiempos se le acortan, porque
quiso copar la parada de guapo y porque tuvo la peregrina ocurrencia de que
este era un paso político correcto, aunque sea lo más parecido a un suicidio.
Siempre seremos prófugos
En la parte
buena para los que estamos acá, los que siempre terminamos perjudicados por sus
medidas, está el hecho de que van cayendo las máscaras: no todo se puede tapar
indefinidamente. Algunos periodistas empiezan a alejarse discretamente del
papelón oficial, aunque las líneas editoriales de los medios sigan engañando. Los
aliados políticos del gobierno también deberán tomar nota de cuál es el momento en el que es mejor poner prudente distancia, y ninguno lo sufrirá demasiado: la lealtad
no es un valor cuando el cariño no es ideológico sino pura conveniencia. La
pata sindical se le va desarmando: el Momo ya no está entre nosotros, Moyano va
cambiando de vereda y Barrionuevo hace mutis por el foro. Le queda sólo el
espantapájaros de la CGT; al parecer no por mucho tiempo: las dos CTA se
juntaron y otras organizaciones se van plegando.
La oposición
tiene la oportunidad de articular estrategias comunes que le permitan a sus
distintas expresiones ir juntas aunque no revueltas. El acercamiento de la
izquierda con sectores progresistas de la política y el sindicalismo debería
consolidarse. También a la sociedad suelta en su conjunto, plural y
multifacética, se le presenta una coyuntura única para superar diferencias, dejar
de lado prejuicios y reconocerse en el espacio común debajo del único techo que
le puede permitir resguardarse de la tormenta: la propia organización y
movilización, en el convencimiento de que lo que no haga por sí misma no
hay que esperar que lo haga nadie.
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