Complejos peronistas
Foto: Martín Acosta
Nunca fui
peronista. No experimenté la identidad peronista; no padecí por ello, tampoco me
provocó ninguna preocupación.
No obstante,
marché con el peronismo en infinidad de manifestaciones y jamás tuve conflictos
con hacer la V o cantar la marcha cada vez que sentí que correspondía fortalecer
un frente definido y cerrar filas tras
una consigna. Siempre surgió con naturalidad, como parte de un camino que
estaba recorriendo fundido en una multitud. En ninguna oportunidad me pareció
una falta de autenticidad de mi parte, siempre fue un gesto genuino con el que
expresaba mi inmersión (a veces circunstancial, a veces perdurable) en el
reclamo de un conjunto con un predominio mayoritario claro.
Con remarcable
regularidad, pero también con intensidad variable según la época, noté que, de
las distintas expresiones políticas, el peronismo era la que más se acercaba a
mis ideas. Tampoco de una manera tan light,
tan sencilla: me obligaba a un recorte dentro de la heterogeneidad de lo que, desde
siempre, se atribuyó a sí mismo las características de movimiento.
A ambos
extremos de ese arco, las figuras resultaban deleznables. La derecha peronista
se asimilaba al nazismo. Y el montonerismo había descrito una parábola
vertiginosa desde la novedad política a lo aborrecible: como dijo alguna vez
Verbitsky, si uno lo asocia al retrato de tipos como Firmenich o Perdía, la
imagen es repulsiva; pero más allá de la cúpula y su megalomanía delirante, que
llevó al matadero a miles, había gente realmente maravillosa.
Los mejores
de ellos, según mi criterio, se reciclaron en el kirchnerismo, o fueron
críticamente cercanos a él, y le aportaron mucho. Otros derivaron al menemismo,
a la UCD o al PRO, o a todos ellos. Otros se perdieron en el bandolerismo, los
platos voladores, la transa dealer; cualquier verdura.
En 1983 éramos
jóvenes de izquierda sin filiación partidaria. Los partidos de izquierda incorporados
a la democracia, con su sectarismo, su mesianismo y su vedetismo político, sólo
conseguían arrancarnos un bostezo de aburrimiento. Por tanto, la simpatía con
el peronismo, que construía políticamente, que se movilizaba eficientemente y
que tenía vocación de poder real, no imaginario, era espontánea y casi
inevitable.
Ese acercamiento
se acentuó mucho más durante las presidencias Kirchner, aunque tampoco fui kirchnerista.
El peronismo me precedía, y era yo el que decidía integrarme o no; en cambio el
kirchnerismo directamente vino después, cuando yo ya sabía sobradamente en
dónde estaba parado. Sin embargo, de todos los gobiernos que me tocó vivir
desde que tengo uso de razón (y estoy hablando desde la década del sesenta en
adelante), los gobiernos kirchneristas del 2003 al 2015 fueron lo más parecido,
con enormes baches y carencias, a lo que siempre imaginé como un gobierno que me
representara. Por lo tanto, lo apoyé fervorosamente, me alegré con sus
victorias y sufrí con sus derrotas.
Aún hoy, el
peronismo me sigue pareciendo el espacio más rico, más productivo y más
dinámico en el ámbito de las organizaciones que se proponen devolverle a la
población en su conjunto, al menos en parte, lo que le corresponde.
El privilegio de no pertenecer
Pero no soy
kirchnerista, como no soy peronista, y eso no me genera ningún problema. Ni padezco
contradicciones internas o cargos de conciencia, ni tengo que lidiar con oposiciones
externas o problemas de integración en el campo popular.
Ser externo
pero simpatizante o adherente no genera más que empatía en quienes me ven como un
tipo de otro palo pero que puede sumar. Hoy como ayer, uno sigue pareciendo
alguien a quien finalmente se va a terminar convenciendo, “ganando”, sumando
para la causa. Cosa que resulta graciosa, porque uno ya está incorporado al
estofado, no hace falta que nadie haga ningún esfuerzo adicional al respecto. Que
no luzca la cucarda partidaria o que se oponga a prácticas o, más aún, a premisas
con las que no acuerda, no quiere decir que no sea incondicional con otras con
las que sí se siente completa identidad.
Leopoldo
Moreau o Leandro Santoro, por citar dos ejemplos de una vertiente completamente
diferente, tampoco tienen dificultades con la extracción extrapartidaria. Se los
recibe con los brazos abiertos, con el mérito y los honores de quien ha sabido
cambiar de vereda. Es cierto que nunca serán, en la consideración de los que ostentan
el ADN partidario, auténticamente peronistas. Consideración que cualquiera que
no sea peronista agradecería, a no ser que tenga que pelear un lugar en las
listas electivas. Pero aún en esos casos, el peronismo suele ser generoso con
las organizaciones pequeñas que adhieren al momento de brindarles un lugar, a
veces de mayor peso específico del que las mismas tienen.
En cambio,
todo se revuelve y cambia de color cuando se trata de disensiones internas. Si el
que levanta una crítica, o cuestiona un liderazgo, o propone una alternativa, o
finalmente decide con razones sacar transitoriamente los pies del plato es otro
peronista, caerán sobre él todas las infamias imaginables: traidor, vendido, comprado,
carnero, arrastrado, lacra, tránsfuga, vendepatria, coimero, rata, lumpen, alimaña,
basura, malnacido, canalla, renegado, rastrero, lameculos, reptil y otro mucho
más amplio catálogo de apelativos escatológicos le serán dedicados sin
detenerse demasiado a escuchar en profundidad argumentos y especulaciones. No digo
que ciertos personajes no se merezcan alguno, o varios, o todos los motes, y otros
más aún no enumerados; pero lo preocupante es que para muchos la calificación
aplica a todos los que se rebelen, de manera automática, sin evaluación previa
de motivos o razones.
Encolumnarse ciegamente
detrás del liderazgo carismático y defenderlo a rajatabla, contra viento y
marea, más allá de evidencias concluyentes que ponen en cuestión la legitimidad
del mismo es una tradición peronista que en algunos momentos le confiere al
movimiento una potencia arrolladora y en otros le provoca trabas insolubles en
el engranaje.
La hegemonía
se experimenta de manera extraña en el peronismo. Una vez que una facción la ha
conquistado y consolidado, tiende a considerarla su propiedad indiscutible y a calificar
las disidencias como simples indisciplinas, sin evaluar la profundidad ni las
causas de las mismas. Se exige un alineamiento de bocas cerradas, cabezas gachas
y empuje hacia adelante a ritmo de galeote. La misma voracidad por el poder,
que es una de las virtudes propulsoras del peronismo en la función ejecutiva,
es la que lo mina por dentro durante su práctica.
La valoración
de los límites frágiles y variables entre el ejercicio liso y llano de la
autoridad y la necesidad de consenso para llevarla adelante conduce a veces a
una errónea apreciación de la relación de fuerzas propias. No es extraño que
esto suceda en la dirigencia cuando al mismo tiempo se libran peleas externas
en las que hay que poner en juego otras relaciones de fuerza (con el poder
económico, con corporaciones, etc.) a las que es preciso prestarles mayor
atención, aún a sabiendas de que internamente se están pisando algunos callos y
sembrando futuros resentimientos. Lo extraño es que tal defecto perdure una vez
se ha sido desalojado del poder, cuando todo indica que es el momento de
reagrupar tropa y reevaluar poder.
Pero lo más
preocupante de todo es que ese sentido de sometimiento a la autoridad
hegemónica y la incapacidad de detectar las zonas de clivaje, de disensión y de
ruptura, se traslade también a una parte importante de la base partidaria, y muchos
militantes se dediquen a apostrofar los planteos y cuestionamientos que se
presentan desde otros sectores sin mayor análisis crítico acerca de su validez
o impostura.
Resulta alarmante
que, mientras se multiplican las controversias y el drenaje se hace evidente,
en la misma base no se adviertan señales de inquietud y no se replantee la
legitimidad de quien ejerce el mando, o al menos de la línea de conducción que
se está implementando. Una cierta molicie de seguir delegando la suma del poder
en el grupo dirigente, aún ante la presencia de errores tácticos (si no
estratégicos) manifiestos, resulta más cómodo que pensar en darle entidad a los
puntos débiles de una estructura que cruje.
Parafraseando
a Ranajit Guha, si la hegemonía es la lucha para lograr el consenso, su
funcionamiento requiere un acuerdo previo e implícito de que lo que esté en
juego en las luchas políticas es precisamente el consenso [1].
Dicho en otras palabras, si el disenso se hace demasiado grande, una de dos: o
la hegemonía entra en crisis, por no lograr el consenso de todas las partes, o
se empecina en seguir autoatribuyéndose tal carácter, cuyo resultado es reducir
su base de sustentación hasta el límite de su propio autoritarismo. Esto último
es lo que ha estado pasando en las pujas internas del peronismo en los últimos años:
el desmigajamiento y la atomización por el empeño en aferrarse a un liderazgo
que acaso necesite renovarse.
Por si faltara algo, la poshegemonía
No era
suficiente con la posverdad y la posdemocracia. No. Hacía falta también la
novedad de la poshegemonía. Que, encima, es un concepto sobre el que no hay
unidad de criterios y las definiciones varían según el autor que las
desarrolle.
Uno de ellos,
por ejemplo, plantea la inquietante idea de que “la derecha es consciente de
que la hegemonía no es un problema; la izquierda ha venido perdiendo una guerra
cultural detrás de otra porque todavía no es poshegemónica. La izquierda cree
en su propia retórica; la derecha no.”[2]
Pero esto sería tema para otra nota; lo dejo como inquietud, pero no nos
enredemos en esto.
En tanto se
consoliden las distintas acepciones, quizá sea más fácil acercarse al tema recurriendo
a la tantas veces proclamada crisis de
representatividad. Sin adentrarnos demasiado en laberintos teóricos, lo
importante es tener presente que vivimos una época en donde categorías
monolíticas del pasado han sido puestas en la picota. Las instituciones
liberales, los partidos políticos y el liderazgo ya no funcionan con la misma
eficacia.
Por lo
pronto, ayudaría mucho en el peronismo dejar de lado los enconos pasionales y
tratar a propios y extraños del mismo modo, porque en política los afectos
existen, pero no deberían anteponerse a los análisis de la realidad. Así como
suelen mirar con respeto y de manera comprensiva a los extrapartidarios que se
acercan, sería auspicioso se consideraran del mismo modo las líneas internas
entre sí, y transmitieran esa actitud a sus bases.
La expresión
más temible de la crisis de representatividad es esa forma de primitivismo tribal
en el cual todo lo que no se identifica conmigo es mi enemigo. La carencia de
una conducción que se preocupe por encausar y dar herramientas políticas a su
base lleva a ese estado salvaje de todos contra todos dentro de un mismo
espacio.
La actuación política,
como posicionamiento racional frente a la realidad, va más allá de la amistad y
los afectos. Es innegable que los afectos juegan, como en todas las actividades
humanas, pero ocupan un lugar dentro de un marco regido por el pensamiento
político y sus instrumentos, la táctica y la estrategia. Si lo visceral va por
delante, no hay construcción política posible.
Volver a las fuentes (con patas y todo)
El desafío de
la hora para el peronismo, entonces, sería volver a entender que en política son
necesarios los consensos; y en tanto son necesarios, recordar aquello de que la
necesidad tiene cara de hereje. Es necesario negociar lo más inteligentemente
que se pueda para expandir permanentemente los alcances del campo político.
Las líneas
internas son líneas internas en tanto mantienen diferencias; si así no fuera,
si tuvieran identidad de propuestas y objetivos, no serían líneas diferentes
sino una sola. Sé que es una obviedad, pero es sorprendente cómo parece
manifestarse la ausencia de esta premisa de manera permanente en muchos cruces
a través de redes sociales, medios públicos y declaraciones.
Como líneas
internas, todas tienen derecho a expresarse y a ser escuchadas, mínimamente. Después,
el ejercicio democrático decidirá su lugar relativo y su peso específico en el
todo. Y para tal ejercicio, no es necesario llegar a las PASO: existe la
posibilidad de congresos partidarios, una saludable práctica que
lamentablemente se ha soslayado y parece haber caído en el olvido desde hace
bastante tiempo.
Luego, se
establecen acuerdos programáticos, en los cuales se fijan objetivos comunes y
plazos. Cuando una de las partes considera que los mismos se incumplen, tiene
derecho a denunciarlo y sentirse libre de organizar nuevos acuerdos.
Es presumible
que quienes hoy son tildados de traidores hayan llegado a un límite de
tolerancia respecto de lo que podían flexibilizar sus convicciones. Aquí es
donde debería primar la reevaluación de fuerzas y la consideración de que nadie
sobra en una construcción.
Por supuesto,
es presumible que cuando un proceso alcanza éxitos y apoyos tangibles y sólidos,
tienda a profundizar la línea de pensamiento, y a radicalizarla.
Pero la radicalización
de posiciones obliga a ser muy conservador en la reevaluación de fuerzas, y a
priorizar el mantenimiento de la masa crítica. Porque si no, se corre el riesgo
de exponerse a la soledad progresiva, y al extremo (inconveniente políticamente)
de necesitar que los quiebres y diferencias sean enunciados sin medias tintas. Por
ejemplo, “con Cristina no alcanza, pero sin Cristina no se puede”.
Toda la
debilidad de ese proceso crítico dentro del peronismo está en el pero. Si la frase hubiera sido “con
Cristina no alcanza y sin Cristina no se puede”, los enfrentamientos quedarían
morigerados, o directamente disimulados. El pero
refleja el dramatismo de una necesaria pero esquiva reconstrucción de la jefatura.
El liderazgo
expresa la fortaleza del encumbramiento pero también su debilidad. Se extingue todos los días y todos los días renace; no tiene más vida que una mariposa y
sin embargo posee el imperio del ave fénix.
Lo más
aconsejable para el peronismo sería volver al sentido común de hacer acuerdos
modestos, acotados, de buena fe y lo más transparente posibles. Y así, recuperar
la confianza y volver a las fuentes: “Para un peronista, no hay nada mejor
que otro peronista”, verdad peronista número 6. Sin perjuicio de revisar la
número 3: “El peronista trabaja para el Movimiento. El que, en su nombre, sirve
a un círculo o a un caudillo, lo es sólo de nombre”.
Notas relacionadas:
[1] Beasley-Murray, Jon, Poshegemonía. Teoría política y América
Latina, Paidós, Buenos Aires, 2010, pág. 15.
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