Trolls
Se los puede encontrar manejando un
taxi, hojeando una revista ¡Hola! y
extasiándose con los esplendores de una boda real en una peluquería de barrio,
despachando atrás de un mostrador en una mercería o haciendo tiempo en un café
sobre cualquier avenida.
Visten con una corrección sin
estridencias que les sirve para mimetizarse con el común de la gente. Se mueven
con campechanía entre la sociedad que, en su vocación plural, los cobija y los acepta.
Manejan los códigos urbanos con la naturalidad del que sabe acercarse e iniciar
una conversación, tanteando intereses, afinidades y estilos de vida.
Pero en la transparencia solar y
ciudadana, habitan interioridades oscuras, como esas tribus de El Señor de los Anillos enterradas en el
vientre abrasador de montañas lúgubres o reptando por húmedas cavidades heladas
y viscosas: antros invisibles en el trasluz de la cotidianidad que nos abarca a todos,
hijos y entenados de este país capcioso, a veces fraudulento.
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Troll de las cavernas. Fuente: https://www.sandiegoreader.com/weblogs/big-screen/2011/may/19/roundup-the-roar/ |
Son, básicamente, impiadosos,
distantes, esquivos, sin más afecto que el que practican con la familia cercana,
el grupo de pertenencia, el círculo de confianza. Lo ajeno a ese corral no sólo
es considerado extraño: todo afuera, cualquier afuera es, básicamente, enemigo.
Y así experimentan la vida, como una isla de pocos en donde todo el tiempo hay
que conspirar para obtener ventajas y vigilar cualquier movimiento foráneo, que
en esa dinámica será siempre un intento de menoscabo de lo propio.
Esa isla sólo reconoce la autoridad
del poder, y por eso se somete mansamente al que detenta un nivel superior de
riqueza. No siendo su igual, no será una amenaza a su territorio, que defenderá
con dentelladas y ladridos rabiosos hasta de la cercanía de cualquier perro
callejero que se arrime apenas con curiosidad, para luego ir a mendigar lastimeramente
la palmada del dueño.
Y es que al igual que un perro, en
el más poderoso ve al que le da de comer, al que puede protegerlo, al dueño de
su destino. Su espíritu gregario reconoce en el poseedor de riqueza al macho
alfa. Su carácter servil dedicará ardides y trampas a sus iguales y la más candorosa
fidelidad al superior.
No son demócratas: creen en un
orden de mejores en el que primero forman los que más poseen y luego se alinean
los que se ajustan y aceptan ese orden incondicionalmente. Para su desgracia, viven
tiempos democráticos en los que se hace confuso convencer empleando tal discurso. En principio, a ellos mismos, que porfían de los conceptos de nación, república y poder
representativo porque colisionan con su idea de mundo, sin perjuicio de que los consideren su propiedad, no se sabe bien en virtud de qué prerrogativa.
Tiempos en los que es necesario argumentar. Pero no sienten ninguna inclinación, ni atracción, ni mucho menos vocación por las razones. Lo suyo es la posverdad y sólo escuchan lo que quieren oír. No importa la veracidad, ni siquiera la verosimilitud. Por eso han hecho tan buenas migas con las grandes empresas periodísticas. Mentime que me gusta, en este caso, fue su programa político.
Les gustaría gritar su verdad a los
cuatro vientos, clavarla como un bando real en el árbol de la justicia,
proclamar y defender que los que tienen son los que mandan, y los demás, a
obedecer y trabajar. Pero tienen que resignarse a añorar la época en que eso
era una verdad de Perogrullo. Ahora deben mimetizarse con ese exterior ruidoso,
polisémico, multidisciplinario e indisciplinado. Un ensordecedor ruido blanco, intimidante
y perturbador.
Por eso viven confinados en la piedra
negra del resentimiento, porque la urbanidad los obliga a disimular su egoísmo
endogámico y su nostalgia medieval por las jerarquías y el orden. Porque la
convivencia ciudadana les impone morderse la lengua cada vez que ven mancillado
el orden inmutable de las esferas. Porque el entorno moderno los coacciona en
forma despiadada a aparentar una aceptación que no sienten.
El resentimiento y el odio se
cocinan diariamente en el fondo de sus almas que se saben políticamente incorrectas
y socialmente indecentes sin poder expresar con libertad su incorrección y su
indecencia.
La historia les ofrece pocas
oportunidades para manifestarse, pero a veces se les da. Los hemos visto en la
dictadura, portando orgullosos el sticker de Los argentinos somos derechos y humanos. Hemos sido testigos en los
’90 de sus desprecios y burlas hacia indigentes, a quienes tildaban de vagos
con una crueldad sin asomo de sentimiento alguno. Y han vuelto en estos últimos
cuatro años, en esta revolución de la
alergia: alergia a todo lo que huela a desordenado, a diferente, a
cuestionador.
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Trolls en modo expositivo. Siempre a contramano de la mayoría. Fuente: Archivo Emilio Mignone |
Porque lo que odian, en definitiva,
es no poder imponer a la mayoría, a sangre y fuego como debe ser, su orden
estamental. Odian ese afuera abigarrado y multiforme que los acosa y los
arrincona con la sola fuerza de su número.
Les resultan insuficientes esos
míseros relámpagos de felicidad, ingratas esas fugacidades apenas disfrutables
de brutalidad vertical, miserables esos pijoteos de revancha en los que restituir
la inhumanidad del rango, antes de ser regresados al lugar desalentador de los
disimulos, de los silencios forzados, de las medias sonrisas para salir del
paso. Volver a ser gotas en el charco y ya no ser parte de esa fantasiosa e
imaginaria muestra en un no menos fantasioso e imaginario gotero.
Están viviendo los últimos momentos
de su más reciente intervalo, y aún destilan todo su veneno mientras su adorado
mundo escalafonario se cae a pedazos. Tras sus últimos gritos desencajados retornarán
a sus madrigueras atrincheradas, a esconderse tras siete llaves, a tener que
convivir con las hordas y tribus de toda elección y color que han venido a
destruir su parpadeo ilusorio. Recuperarán modales, suavizarán sus dichos,
fingirán mesura y tolerancia.
Pero seguirán allí, recociendo sus
hieles y sus bilis, esperando con espíritu aturdido su próxima y anhelada hora
de furia y escarmiento.
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