Setenta veces verso
Es un lugar
común del discurso liberal proclamar la necesidad de volver a los “momentos de
grandeza de la nación”, cuando Argentina estaba entre las primeras economías
mundiales. Esa Argentina ideal de vacas gordas y manteca al techo que se sitúa
en la belle époque de fin del siglo XIX
y principios del XX fue luego arruinada, según ese relato, por el advenimiento
de gobiernos populistas que nos hundieron en un marasmo del que no podemos
salir.
Ese análisis
melancólico y falluto que ubica el canto del cisne de la república grandiosa,
desbarrancada por el sufragio universal, en torno al primer Centenario, se pasa
por alto el dato de que cinco de los ocho presidentes que tuvo luego el país
(entre 1910 y 1943) y todos los ministros de Agricultura (entre 1910 y 1932)
eran miembros de la Sociedad Rural. Circunstancia que haría recaer
responsabilidades (al menos por el inicio de la debacle) no en palurdos
movimientos populacheros, sino en el más rancio patriciado nativo.
Canción de Marcelo en el país
Hace un año,
el portal Infobae publicaba una nota nostálgica firmada por Marcelo Duclos y
titulada “En 1895 Argentina tuvo el PBI
per cápita más alto del mundo, ¿qué salió mal?” (https://www.infobae.com/opinion/2018/04/17/en-1895-argentina-tuvo-pbi-per-capita-mas-alto-del-mundo-que-salio-mal/).
El artículo nos pone al tanto de recientes actualizaciones llevadas a cabo por
el Maddison Project de la University of Groningen (Holanda) que han permitido
arribar a la pasmosa conclusión de que en los años 1895 y 1896 Argentina
ostentaba el mayor PBI per cápita del mundo. Según las mismas mediciones, en
2015 nos ubicamos en el puesto 61.
La irrebatible
contundencia de tales datos duros puede verificarse en https://www.rug.nl/ggdc/historicaldevelopment/maddison/releases/maddison-project-database-2018,
espectacular base de datos macroeconómicos de acceso libre, desde donde puede
descargarse, en un simple archivo excel, una fascinante recopilación de
magnitudes de diferentes países a lo largo de la historia.
El bueno de
Marcelo Duclos, contra toda tradición liberal, amplía el rango de esplendor
argentino al período comprendido entre 1880 y 1940, lo que es toda una novedad.
Nos informa que Alberdi era por poco un ferviente defensor del Consenso de
Washington, a pesar de haber muerto cien años antes de su formulación; incurre
en algunas otras livianas traspolaciones históricas, adjetiva tupido una
antojadiza caracterización tanto del primer peronismo como de los gobiernos que
lo sucedieron y luego, con el aplomo de quien se sabe batidor de la justa,
vaticina: “La solución para el futuro, aunque resulte paradójico, está en los
libros de historia”. Lo cual resulta una recomendación prudente, ante el riesgo
de dejarse engañar por el dudoso rigor académico de notas periodísticas como la
de Duclos, sin ir más lejos.
Pero más allá
de esa especie de aforismo de Perogrullo con el que pretende dar lustre a su
bajada de línea, lo que Duclos propone es, limpia y sencillamente, desandar el
camino retrocediendo en la máquina del tiempo para retornar plácidamente a
aquella Arcadia dorada de la Argentina finisecular. Un país que atrase 120
años, digamos.
Qué haríamos
con el país que ahora tenemos, con las transformaciones de todo orden en lo
social y económico, es el dato soslayado o, peor aún, subestimado cuya
importancia luego veremos en detalle.
Pero antes
hay que recordar a Mark Twain y sus tres tipos de mentira: la mentira, la gran
mentira y las estadísticas.
Por supuesto,
las estadísticas no mienten, a menos que estén amañadas. El problema con las
estadísticas es que hay que interpretarlas. Y ahí viene la trampa, el recorte,
el rescate de algunos datos y el ocultamiento de otros. Entonces, es necesario
reconstruir la lectura de la serie histórica, periodizar y sacar conclusiones.
Lo que es la cencia
Volvamos entonces a los impactantes
datos de las Maddison Historical Statistics.
Aunque
resulte un poco vidrioso comprender cómo se determinó el PBI a valores actuales
de Egipto en el año 730 o el de Francia en el 1040, vamos a confiar en la
metodología, que en todo caso suponemos consistente en todo el estudio.
Lo primero
que tenemos que decir es que el PBI per cápita no es un dato absoluto para determinar
qué tan rico es un país. Es un dato relativo en un abanico de indicadores. Por
ejemplo, China, a pesar de tener una evolución de crecimiento del PBI
verdaderamente impresionante, hoy se ubica en la posición 83, bastante abajo
nuestro. Pero claro, la magnitud es per cápita, y son 1.400 millones de chinos.
Por otro
lado, en las fechas en las que el PBI argentino estuvo al tope, el ranking se
limitaba, por falta de datos verificables, a un universo de 36 países. En 2015,
Argentina ocupa el puesto 61, pero sobre 168 países considerados. En términos
relativos, equivaldría a un puesto 11 si consideráramos los 36 países de
1895-96.
Finalmente,
tan importante como la posición en el ranking es la evolución en términos
reales del PBI y la ubicación en la escala. Supongamos que un país tiene el mismo PBI durante dos años
seguidos, el crecimiento del país fue cero. Sin embargo, la posición relativa
en el ranking va a variar según lo que hayan producido el resto de los otros
países. Si produjeron más de un año al siguiente, el país en cuestión va a
descender en la escala; si produjeron menos va a mejorar su posición sin haber
incrementado el PBI. En este último caso daría la impresión de que el país hubiera mejorado, pero no es cierto. Los demás empeoraron, que no es lo mismo.
Hechas estas
salvedades, es válido el cotejo entre países comparando sus respectivos PBIs.
Lo que se
observa, reconstruyendo las series históricas, es que los datos comienzan
regularmente para Argentina a partir de 1875. En ese primer período
considerado, hasta 1881, el promedio fue el puesto 13, siendo la mejor
ubicación el puesto 10 en 1877, y la peor la 15 en 1880-1881. Como se dijo
antes, y teniendo en cuenta que para esas fechas se dispuso de los datos de
entre 32 y 34 países, era una performance mediocre. En la comparación, hoy estaríamos
mejor posicionados.
El segundo
período considerado va de 1882 a 1904, año en que concluye el segundo mandato
de Roca. Es un período de expansión… a un 3% anual promedio. Considerable, pero
tampoco la locura. Nada de crecer a tasas chinas, como se dice ahora. Con
rendimientos excepcionales, como pondera exageradamente Duclos, en 1895-96. En
1896, por ejemplo, se duplica el PBI con el que se había iniciado el ciclo.
Increíble. Pero no es producto de un desarrollo sostenido: al año siguiente
sufre una retracción del 21%, y se ameseta en esos valores hasta el final del
período.
Lo que
resulta evidente es que se trata de un desarrollo inestable, en el que la
posición promedio (y mucho más realista) es la 6, con los famosos primeros
puestos 1895-96 como mejor ubicación y un más modesto 9 en la peor. Nuevamente,
si comparamos ese puesto 6 promedio sobre un universo de 34 países con hoy,
estaríamos en el puesto 30. Mucho mejor que la posición que ocupamos
actualmente, pero lejos de los primeros puestos.
Entre bambalinas, el tinglado
Esa
inestabilidad se explica, entre otras razones, porque en 1890 se produce una
crisis que pone al país al borde de la cesación de pagos. Del default,
si es que no se entendió. La especulación financiera (producto de lo que groseramente podríamos denominar, para que resulte gráfico, un
neoliberalismo avant la lettre) termina con la característica burbuja y sus habituales consecuencias recesivas.
Se produce la Revolución del Parque, y en medio de graves acusaciones de
corrupción el presidente Juárez Celman debe renunciar. Asume el vice Carlos
Pellegrini y pone como condición hacer una vaquita entre los más conspicuos del
gobierno y los negocios (ayer como hoy, eran más o menos los mismos) para
aceptar el cargo. Se junta la mosca y se pueden salvar los vencimientos. Y se
desempolva el famoso argumento de Avellaneda de quince años antes (“Hay dos
millones de argentinos que economizarán sobre su hambre y su sed para responder
[…] a los compromisos de nuestra fe en los mercados extranjeros”), ahora un
poco remozado en boca de Victorino de la Plaza, que fue enviado a Londres por
Pellegrini a renegociar la deuda, y que le dijo a los acreedores británicos que
“la República Argentina estaba dispuesta a hacer todo lo que se le exigiera
para mantener su crédito”.
Uno piensa:
claro, no existía Durán Barba. Si no, a la gente se la hubiera persuadido con algo
más digerible. Eso, en el caso de Avellaneda, que dijo lo que dijo en un
discurso público. Más o menos como invitar a todos a remar en dulce de leche one more time. En el de De la Plaza no,
porque no le estaba hablando a la gente, sino a los acreedores, con los que hay
que plantear las cosas, se sabe, a calzón quitado. Y como Argentina ya se había
quitado los calzones, ¿qué frase más apropiada podía pronunciarse que “estaba
dispuesta a hacer todo lo que se le exigiera”?
A todo esto,
¿quién era Victorino de la Plaza? Bueno, en principio era agente de la Baring
Brothers. O sea, parece un chiste, pero no. El concepto de conflicto de intereses no habría estado suficientemente
desarrollado en aquellos tiempos.
En cualquier
caso, trabajar para la banca acreedora de su país no fue obstáculo (ni mucho
menos un problema de conciencia) para que además fuera, en su dilatada carrera
política, procurador del Tesoro (muy pertinente), ministro de Hacienda de dos
presidentes (idem), ministro de Relaciones Exteriores en otras dos
oportunidades (ibidem) y vicepresidente, coronando su cursus honorum al asumir como Presidente de la Nación por la muerte
de Roque Sáenz Peña. De la Plaza, como último representante del régimen
oligárquico, fue quien le entregó el bastón presidencial a Hipólito Yrigoyen en
la ceremonia de transmisión de mando de 1916.
Para ese
entonces, De la Plaza tenía el antecedente de Manuel Quintana, que había sido
“electo” Presidente de la Nación como sucesor de Roca–segunda temporada. La
presidencia de Quintana fue breve: asumió en 1904 y murió en 1906. Lo sucedió
Figueroa Alcorta, antes de ser la avenida que lleva al Monumental de Núñez. Bastante
antes, en 1876, Quintana era senador pero tenía el mismo berretín que De la
Plaza, así que en paralelo era asesor del Banco de Londres. Ante la orden de
detención del director de la sucursal Rosario de ese banco, emitida por el
gobierno de Santa Fe, Quintana no dudó en proponer al gobierno de Gran Bretaña
bombardear la ciudad de Rosario. Antes, renunció a su banca “por razones de
salud”. Lo que se dice un tipo escrupuloso.
Eso tampoco
fue óbice, como queda dicho, para que más tarde el país honrara sus servicios con la primera magistratura.
Ésa era la
Edad Dorada de la patria que Marcelito Duclos añora.
The show must go on
Pero ahí no para la cosa: Pellegrini salva las papas, buenos
oficios de De la Plaza mediante, al modo clásico, o sea: tomando deuda para
pagar deuda. Se le pide un crédito a la casa Morgan para pagarle a la casa
Baring; de pirata a pirata. Condiciones: leoninas, of course. ¿Algún aficionado al sadomasoquismo? Vea la nota [1] al final para
ver el detalle.
Y eso que
Pellegrini era uno de los que tenía algún pensamiento más o menos nacional. No
quieran saber el resto.
Pellegrini la
rema y termina el mandato en 1892 sin perder el bigote, como diría Alberto
Cortez. A Pellegrini lo sucede Sáenz Peña, pero no Roque (el que le dejaría bastante
más tarde el sillón a De la Plaza para mudarse al cementerio de la Recoleta),
sino su padre, Luis. Se nota que eran pocos y tenían que repartirse.
Don Luis no
logra mantenerse tres años en el cargo y tiene que renunciar porque una nueva
crisis, esta vez netamente política pero potenciada por los coletazos de la
económica, amenaza con llevarse todo a la bosta. Corre el año 1895 y allí
Argentina se ubica, según el Maddison Project, como el país con el PBI más alto
del mundo, cosa que enternece hasta las lágrimas a Marcelo.
O sea: en el
momento en el que éramos los mejores del mundo, estábamos hundidos hasta el
cuello en la mierda.
Marcelo es
muy joven, y por lo tanto no recuerda lo que fue aquella crisis del ’90. Yo soy
bastante mayor, y tampoco tengo posibilidades de recordarla. Nadie la recuerda. Es necesario
recurrir, tal como bien aconseja Marcelo, a los libros de historia. Y en ellos
se aprecia que, como cualquier crisis, sólo trajo miseria y desocupación para
la gente común. A la recesión se sumó el carácter de paz armada de la época: la
amenaza de un conflicto con Chile hizo que los gastos militares absorbieran los
escasos recursos disponibles. Ante el cuadro recesivo, los salarios cayeron. En
1886, un obrero carpintero ganaba 1,80 pesos oro; diez años más tarde, 1,19. Y
eso después de recuperarse desde los 97 centavos en 1892; o sea, de haberse reducido
casi a la mitad. José A. Terry, ministro en varias oportunidades, y además
cronista y testigo de la época, escribió: “No había moneda en la circulación,
no había crédito, no había confianza. Nadie compraba y nadie podía vender. La
vida encarecía por momentos. Faltaba trabajo”.
Ante tales
evidencias, los números toman otro cariz. El esfuerzo por alcanzar rendimientos
espectaculares en cosechas y despacho de ganado y elevar el PBI no persiguieron
el beneficio de la población general, sino el de algunos pocos que lucraron con
el tráfico y cobraron su parte. Todo el resto se aplicó al pago de deuda.
Un país
saqueado por una camarilla corrupta e irresponsable en el manejo de flujos
financieros, en los que sólo vio posibilidades ilimitadas de ganancias
especulativas; un país quebrado como resultado de tales prácticas, y de su
fragilidad institucional para instrumentar la defensa de su patrimonio, y de un
esquema comercial dependiente subordinado a las decisiones de la metrópoli; un
país tan endeudado que había resignado su soberanía económica; un país en el
que los beneficios de los negocios se repartían entre la oligarquía gobernante pero
el pago de las deudas se imponían a la
población trabajadora, en un escenario que nadie retrató mejor que Ernesto De
la Cárcova en Sin pan y sin trabajo, pintado
en 1894.
Ése es el
país al que nos propone volver amablemente Marcelo Duclos.
Cuesta abajo en mi rodada
Pero sigamos.
Marcelo hace
durar la bonanza hasta 1940, lo que es raro porque las conveniencias
ideológicas de la derecha siempre interrumpieron el esplendor argentino antes
de la década del ’20.
Lo que pasa
es que Marcelo tiene los escrúpulos de Quintana (Manuel, el que renunció a su
banca; no Mario, el que no renunció a Farmacity y lo renunciaron), a quien le
daba la cara para pedirle a Gran Bretaña que bombardeara a su país, pero no
para ser senador al mismo tiempo. O sea, escrúpulos pero hasta ahí.
Entonces Marcelo,
que basa su nota en el Maddison Project, advierte que la estadística prolonga la
ubicación del país entre los primeros siete bastante más allá de 1916; entonces
se plantea: no da, hay que ser consistente. El problema es que el país mantiene
esa posición hasta 1949, y eso es un problema. El peronismo no puede contaminar
la excelsitud liberal. Entonces corta por lo sano y detiene la felicidad diez
años antes. Todo tiene un límite.
La cosa es
que resulta bastante esclarecedor continuar observando la serie.
Después del ‘49
el país cae en el ranking sensiblemente: al puesto 16 en 1955. Horrible,
pésimo, lapidario. Por suerte vino la Libertadora a acabar con esa política
económica bárbara, heterodoxa e impresentable.
A chapear con
el plan Prebisch, a traer economistas de fuste que sepan algo más que esos
chapuceros grasas, a borrar todo germen peronista y a empezar de nuevo.
Dieciocho
años de manos libres para reordenar todo sin interferencias. Muerto el perro se
acabó la rabia. A grandes males, grandes remedios. Proscripción y prohibición. Y a hacer lo que hay que hacer.
¿Qué pasó? En
el año 1972, habían llevado a Argentina al puesto 33. No fue magia.
¿Nombres de
algunos ministros de Economía de la época? Pero cómo no: Adalbert Krieger
Vasena, Álvaro Alsogaray, Roberto Alemann, Jorge Wehbe, Federico Pinedo, José
A. Martínez de Hoz, José Dagnino Pastore. Sólo por nombrar algunos para no
aburrir, ni menos mencionar otros funcionarios de segunda línea que, al igual
que la mayoría de los nombrados, también tendrán larga presencia, influencia y
poder de decisión en futuros gobiernos, especialmente en la dictadura del ’76.
Dieciocho años
al frente y sin oposición, y al leve descalabro de los primeros años ’50 lo
convirtieron en un tobogán irreversible.
![]() |
El mejor equipo de los últimos setenta años |
Luego viene
el trienio peronista (1973-75), en el que, en medio de todo el quilombo, se
mantiene la posición: el promedio de los tres años es el puesto 33. En el ’75 se
baja al 34.
Y viene la
dictadura. Ahora sí, manos libres pero más todavía, Joe superministro junto con
toda la banda de los Chicago Boys y vamos con el ensayo friedmaniano a full. El momento de despegar
definitivamente.
Sin embargo,
pasaron cosas. La circular 1050, la tablita que no funcionó. La guerra.
Argentina
recibe a la democracia en el puesto 38. El ensayo radical no es ni chicha ni
limonada: aunque reniega de la ortodoxia sigue con los pies dentro del plato
neoliberal. En 1989, hiperinflación mediante, pasa la posta a Menem con el puesto
52.
La década
menemista y su coda aliancista se dibujan como el arco descripto por un salto
con garrocha, con un pico en 1996 en donde se recupera al puesto 41 para luego
caer pesadamente. En 2002 ya estamos en el 56.
La remontada
kirchnerista es constante hasta 2011; se escala trabajosamente hasta el puesto
52, para luego volver a caer. En 2015 el puesto es el 61.
Mucho más no
podemos saber porque la serie se interrumpe en 2016: ahí ya llegamos al 63.
Setenta veces verso
Y bien: acá
viene el cuento de los últimos setenta años.
La decadencia,
el desgobierno, el hacer mal las cosas. Todo lo conocido. Una y otra vez, a lo
largo del tiempo, los mismos argumentos. Calcados. Siempre remar en dulce de leche,
sufrir, padecer, pasarla como el orto. Escuchémoslo de labios del capitán
ingeniero don Álvaro:
Lo curioso es
que Alsogaray habla de errores que vienen de mucho antes. O sea que ya en 1959 tenía
sus propios setenta años a los que echarles la culpa. Así, entre los turros que
echan tierra para atrás y los bobos que repiten como loros se ha ido bajando la
pendiente.
Pero atengamonos
a los famosos setenta años que están de moda hoy en día y analicemos un poco.
Stricto sensu, los primeros 7 años son
peronistas, más los 3 de los ’70, más los 12 del kirchnerismo. Total: 22 años.
Del otro lado
tenemos: 18 años de voluntad omnímoda del poder militar (del '56 al '73), con breves intervalos
de fantochada seudodemocrática. Frondizi y Guido tuvieron ministros liberales.
Illia no, pero en ningún caso fueron políticas peronistas. Fiel a la costumbre radical tampoco sacó los pies del plato. Me hace
gracia cuando se lo ensalza a Illia como gran demócrata: ¡aceptó ser parte de
unas elecciones con un partido multitudinario proscripto! Menos mal que no
vivía don Leandro Alem. En vez de un tiro en la sien, se hubiera cortado las
bolas.
Después de la
primavera peronista se vino la noche del proceso: 7 años más.
Para no
entrar en discusiones por sí o por no podemos dejar el gobierno de Alfonsín
aparte: una especie de limbo. Todos los que saben coinciden en que continúa el
ciclo liberal, pero damos un changüí. Después vienen los 13 años Menem-De La
Rúa. Mandaríamos al limbo también el 2002. Y finalmente, los 4 de Mauri. Total:
42 años.
Entonces, de
70 años, tenemos 22 años de políticas heterodoxas, y 42 años de políticas
ortodoxas, liberales y neoliberales.
De esos 42
años, al menos 17 corresponden a dictaduras, en las cuales ni siquiera hubo
formas democráticas que guardar, u oposiciones parlamentarias que obstaculizaran
la implementación de las decisiones.
¿Y la culpa
la tienen las políticas distributivas? Pero, ¿cómo es, muchachos? Tuvieron todas
las lumbreras del pensamiento liberal nombradas, más Mingo Cavallo que es como meter
el turbo, ¿y no lo pudieron arreglar? ¿No sólo no lo pudieron arreglar, sino
que lo empeoraron hasta la manija?
Sin embargo,
parece ser que la culpa del desastre la tiene las políticas expansivas e inclusivas.
Parece ser que lo que desestabiliza al país es repartir distinto la torta. El caradurismo
es tal que para disimular identifican el mal económico con el peronismo, y
entonces salen diciendo que Menem también es peronista.
Menem habrá sido peronista, pero las políticas que implementó eran neoliberales. No se puede ser
tan turro, pero si se es capaz de echarle la culpa siempre a un pasado
impreciso, por qué no a un peronista que impulsó la política que consideran
necesaria, aunque sistemáticamente fracase (y con él no haya sido la excepción).
Lo que
debería saber Marcelo, pero como es muy joven hay que explicárselo, a él y a
muchos inadvertidos, es que la causa de la decadencia argentina es justamente
lo que él propone: tirar para atrás.
Esa careta idiota
Lo que traba
el desarrollo argentino es tratar de detener el reloj; y peor, intentar
retrogradar las agujas. Desguazar aparato productivo, por ejemplo; una ¿solución?
demencial que se ha ensayado varias veces, tratando de corregir lo “equivocado”.
Desintegrar tejido social, desarmar entramados asociativos o cooperativos que
en la visión liberal resultan peligrosos. Destruir riqueza que se había
acumulado por fuera de los estándares adoptados por el poder o recomendados por
la centralidad financiera. En vez de sumar, restar; en lugar de apilar,
derrumbar para reconstruir. Siempre reconstruir, reordenar, reorganizar. Una Babel
criolla.
Lo que Marcelo
no entiende es que el progreso no se mide solamente en los números macro. También,
y más especialmente, en la calidad de vida alcanzada por la población. Que genera
acceso a la cultura y a la formación, que a su vez posibilita el acceso a ámbitos
de participación y decisión. Eso es mayor calidad democrática.
Pero la democracia
siempre fue una molestia para los pensadores del país desde la derecha, liberales en lo económico pero profundamente conservadores y oligárquicos en lo político. Fue
un problema estorboso para la generación del ’80, hasta que no tuvieron más
remedio que capitular ante el radicalismo en ascenso. Y lo sigue siendo hoy
para los Marcelos, a quienes irrita un país multilateral, en donde las
decisiones deben consensuarse teniendo en cuenta los intereses de todos.
Lo dijo, con su proverbial y envidiable lucidez, Arturo Jauretche hace casi 55 años: "Acelerar el desarrollo capitalista, en lo social, apareja acelerar la integración, levantando el nivel de las masas por la plena ocupación que trae aparejada su actuación política, económica, social y técnica. Pero esto es precisamente aquello a que se opone la estructura económica perimida".
Lo dijo, con su proverbial y envidiable lucidez, Arturo Jauretche hace casi 55 años: "Acelerar el desarrollo capitalista, en lo social, apareja acelerar la integración, levantando el nivel de las masas por la plena ocupación que trae aparejada su actuación política, económica, social y técnica. Pero esto es precisamente aquello a que se opone la estructura económica perimida".
Para la
dictadura del proceso, la industrialización de los ’60 se había convertido en
un problema. Mucho obrero concientizado, mucho ascenso de masas. Por tanto,
desindustrializar no fue sólo parte de un proyecto económico: también de una imposición
ideológica por la violencia. Siempre evocando la época en la que los dictámenes
se tomaban desde la cúpula. La dictadura del ‘76 tiene muchos puntos de
contacto con la campaña del desierto roquista: el asesinato y la tortura, pero
también la deslocalización y relocalización de comunidades o grupos, los campos de concentración, el saqueo
y el robo, la apropiación de niños, la mano de obra esclava. La cosificación de
toda una población objetivo, no de un grupo acotado y caratulado como de delincuentes, al que se consideraba necesario reducir.
Los Marcelos
no añoran los números de la Argentina oligárquica y liberal que, como queda
dicho, no fueron exclusivos de ella. Lo que extrañan es ese edén en donde las
grandes decisiones y los negocios conexos se tomaban entre cuatro, cuyos
intereses, convenientemente, cooptaban los del país.
Ese país ya
murió y fue enterrado hace mucho tiempo, y vinieron otros países diferentes y
sucesivos. Hay que darle aire y espacio a esos países y a los que vendrán, y no
volver, tozudamente, al intento de resucitar la momia.
Boicotear el
país real, existente; impugnarlo en pos de una sociedad para pocos, idealizada
y a contramano de las mayorías que respiran, viven, trabajan y sufren; pretender
torcer el rumbo a como dé lugar, atentando contra los intereses nacionales, con
estrangulamientos económicos, a los palos o con engaños, no ha dado los resultados
esperados. Es una realidad incontrastable.
Si Argentina
sigue empantanada, es por esa rémora resiliente, resistente, endemoniada, que
insiste y persiste en negarse a aceptar lo incuestionable.
![]() |
"Sin pan y sin trabajo" (1894, Ernesto De la Cárcova) |
Notas relacionadas:
[1] "Todo el producido por esta
serie de bonos debía destinarse exclusivamente al pago de la deuda externa. Los
tenedores de los títulos podían presentar los cupones y usarlos para pagar los
impuestos aduaneros. El gobierno argentino debió depositar todos los días,
durante 15 años, los servicios de amortización e interés correspondientes al
día, en una cuenta especial en el Banco de la Nación. Esa cuenta podía ser
controlada por representantes de los banqueros. El gobierno argentino se
obligaba a no pedirle ningún préstamo a nadie durante tres años. Se obligaba
también ai retirar de la circulación, anualmente, una cierta cantidad de moneda”
(Brailovsky, Antonio Elio,
1880-1982. Un sacrificio inútil. Historia de las crisis argentinas, pág. 64)
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